39
Pasaron los minutos, uno, dos, cinco… La oscuridad le envolvía por completo. La carrocería del coche le cubría las espaldas y su Heckler & Koch nueve milímetros le protegía el pecho. ¿Dónde cojones se había metido el condenado inspector? Llevaba largo rato sin oír movimiento, respiraba con más calma y no sabía si le habían dejado solo, si seguía vigilado o si estaba fraguándose un ataque.
Cuando el Ford blanco de Jacob tomó la curva del área de descanso, la tensión y el dolor le habían agotado hasta tal punto que se desplomó junto al vehículo.
—¿Qué coño está pasando? —fue el saludo de Jacob una vez a salvo.
Le hizo un rápido resumen.
—Los del Falck vendrán por tu coche. Aquí ocurre algo muy raro.
Permaneció en silencio un momento dándole vueltas a sus propias palabras.
—Es una cuestión de control —prosiguió—, de poder, de doblegarte; una antigua táctica militar para desorientarte y hacerte perder el norte, la están usando contigo.
Nueva pausa.
—Es tu actitud.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nunca te crees nada y eso provoca a la gente que está acostumbrada a tener el control.
Trokic apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y le observó.
Los dos habían amado a la misma mujer; no en el sentido bíblico, pero sí había formado parte de sus vidas. Menuda, de ojos verdes y comprometida con sus semejantes hasta llamar la atención en una mujer tan joven. Era Sinka, su prima, la hermana pequeña de ese primo que le había dado cobijo los dos años de guerra que pasó en Croacia. Durante el tiempo que permanecieron en el país, Trokic y Jacob construyeron una relación basada en la confianza, un pasado común positivo a pesar del conflicto.
Jacob tenía intención de llevar consigo a Sinka a Dinamarca y todos se alegraban por los dos, pero nunca pudieron llegar tan lejos. Un día fue a darse un baño a la isla de Krk y ya no regresó, se convirtió en una más de tantísimas mujeres desaparecidas en plena guerra y, a pesar de los esfuerzos que hicieron, jamás volvió a aparecer. Fue una pérdida terrible para ambos. La idea de lo que pudiera haberle sucedido, en qué manos podía haber caído, le llenaba de furia. Hablar de ello resultaba demasiado doloroso, pero la compenetración entre los dos salió airosa de aquella prueba y mantuvieron el contacto desde entonces.
Llegaron a la circunvalación.
—¿Adónde me llevas?
—A urgencias.
—¿Y por qué no vamos mejor a tomar esa cerveza que habíamos dicho? —propuso; sudaba sólo de pensar en batas blancas y agujas—. Iba a hacer gulash para los dos, con ajvar. He mejorado un poco la receta.
—¿La del ajvar? —preguntó Jacob.
—Sí, ahora lo hago un poquito más agrio y más picante. Le pongo pimiento rojo, berenjena, ajo, chile, vinagre de manzana, aceite de oliva, azúcar de caña, sal y pimienta. Lo tenía listo para el guilash, pero se nos ha hecho un poco tarde.
Su amigo torció el gesto, compungido.
—Bueno, pues vamos a urgencias ahora y luego pillamos una pizza de camino hacia casa. Y le echamos el ajvar.