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Al salir a la oscuridad que rodeaba el apartamento de Anna Kiehl, el aire era frío y cortante y la noche invitaba a entrar a registrarlo. Veinticuatro horas antes iba camino de otra cita. Lisa se permitió una sonrisa al recordar su viaje a Copenhague, al hombre con el que se había citado. Quizá no debería haberse liado con él tan pronto, pero, a su modo de ver, había química y era un tipo infinitamente atractivo y galante. Además, ¿qué coño hacer si no con los escasos años de juventud que le quedaban? Le había conocido en Internet después de crear con toda discreción un perfil en un portal de contactos y llevaban dos meses escribiéndose. Durante ese tiempo sentía que se habían acercado el uno al otro a través de un sinfín de correos electrónicos. Era poco mayor que ella y no descartaba la idea de tener hijos o trasladarse a Jutlandia, dos cosas que significaban mucho para ella. Sin embargo, después de su cita, no le había quedado más remedio que adoptar la posición de «pegadita al teléfono y a esperar», así que estaba deseando sacarse todo aquello de la cabeza.
Los técnicos les informaron de que habían encontrado una nota debajo de la báscula del baño, hasta ese momento la única pieza que daba pie a algunas preguntas. No era el primer registro de Lisa, aunque en los otros casos lo que les interesaba eran los ordenadores, unas máquinas que guardaban un contenido no apto para enseñárselo ni al peor enemigo. Pero eso solía ser al final de las investigaciones y esto era nuevo, un comienzo.
«Procticon», se leía por un lado de la nota. Según Jasper, una empresa farmacéutica británica. Por el otro ponía «C+I». Era muy posible que no guardase ninguna relación con el caso, pero no podían ignorarlo. En vista de que no parecía muy sensato escribir el nombre de una empresa farmacéutica en un pedazo de papel para luego meterlo debajo de una báscula, lo más probable es que se hubiera caído al suelo y después se colase por debajo.
La tarea fundamental de Lisa consistía en poner a buen recaudo el ordenador de la víctima, un viejo cacharro que desconectó y sacó de allí en el carrito azul celeste de los técnicos.
—No es mala casa para una estudiante —comentó una vez de vuelta.
—Según su madre, sólo le faltaba entregar la tesina y por eso estudiaba a tiempo parcial. El resto de la jornada lo dedicaba a escribir en distintas revistas y a dar clases de antropología a los alumnos de los primeros cursos de la universidad —le explicó Trokic—. En la bandeja de plástico de su escritorio está el texto de una conferencia sobre antropología genética que iba a dar mañana.
En la pared había un soporte con montañas de revistas y publicaciones: el National Geographic, el Norsk Antropologisk Tidsskrift, el Jordens Folk. Trokic y Lisa se quedaron con las manos en los bolsillos, como les pidieron los técnicos que hicieran mientras ellos tomaban las huellas dactilares. Ya habían recogido todo lo que pensaban someter a un examen más minucioso: agendas, documentos personales y el contenido de los cajones.
Lisa deambuló por el apartamento intentando captar más impresiones de la persona que había vivido en aquel lugar tan pulcro. La casa no había sido testigo de ningún asesinato, pero esperaba que pudiera proporcionarles más detalles sobre el comportamiento, los intereses y las amistades de su dueña que unidos formaran un todo, una especie de verdad sobre la antropóloga Anna Kiehl. Por la ventana vislumbraba el arranque del denso bosque y la leve neblina que flotaba sobre él. Se preguntó si Trokic la habría llevado al registro de no habérselo ordenado Agersund.
—Tú vives por la zona, ¿no? —le preguntó.
—A medio kilómetro hacia el centro.
El comisario agitó el brazo en esa dirección y ella observó que tenía los ojos de un intenso azul marino y no marrones, como siempre había creído. Su cabello era negro, pero a la luz del sol dejaba entrever unos reflejos castaños. A un lado de la frente se le hacía un remolino que Lisa, secretamente, encontraba muy gracioso. Al llegar por las mañanas lo traía casi controlado, pero, a medida que transcurría el día sin que lograra reprimir su costumbre de revolverse el pelo, el remolino se volvía cada vez más indómito. Intentó imaginar su casa, su vida privada, sin ningún éxito. Quizá no tuviera más vida que ésa, o quizá existiera un acuerdo colectivo para no hablar de él. No se sorprendería si guardase un secreto o dos. Al menos no era un ligón, constató no sin cierto respeto. Había observado que algunas de las administrativas solteras de la comisaría estaban más que interesadas, pero eso a él por lo visto le resbalaba.
—¿No hemos encontrado ningún álbum de fotos? ¿Y el buzón? —continuó Trokic.
Una vez que los técnicos les dieron luz verde, Lisa empezó a hurgar en los cajones, estantes y percheros en busca de llaves y encontró dos pequeñas que podían ser del buzón o del seguro de una bicicleta. Hubo suerte con el buzón. Sacó auténticas hordas de publicidad del domingo y un libro técnico, La zona química. Tenía pegado un papelito amarillo en la portada. «Gracias por prestármelo, Irene». Lo llevó a la cocina y lo hojeó con aire ausente.
Él fue a coger un vaso de agua y le mostró un papel con un símbolo.
—Mira lo que he encontrado.
Parecía un óvalo con una especie de cruz en su interior, hecho a mano y con bolígrafo.
—¿Qué será? —rumió ella—. ¿Un símbolo religioso? Igual no es más que un garabato que dibujó mientras hablaba por teléfono.
—Estaba dentro del forro de su agenda, que, por cierto, está prácticamente sin usar —contestó.
Lisa se sentó y se restregó los ojos. Estaba cansada del largo viaje en tren y sentía que aquel salvaje crimen ya había empezado a consumir sus recursos. El caso le daba miedo, y el rostro de Anna Kiehl no dejaba de bailarle en la retina. En momentos como ése se preguntaba si no se habría equivocado de trabajo. No era capaz de ver las cosas como Jasper Taurup y tantos otros compañeros más o menos cercanos. Para ellos eran legales o ilegales, entraban en tal parágrafo o en tal estadística, y las pruebas podían resultar insuficientes o no ante un tribunal; para ella, en cambio, las cosas tenían matices, luces y sombras, y a menudo, demasiado a menudo, se entremezclaban componiendo impenetrables dibujos. Y ante todo eran sentimientos. Si no lograba llenar el depósito con algo positivo, la oscuridad se hacía con los mandos y ella la percibía en forma de un agotamiento abrumador.
—En cuanto lleguemos, te pones con el ordenador —le dijo.
No era una pregunta, sino una orden. Adiós a sus esperanzas de dedicar sus esfuerzos a algo diferente; se sintió excluida. Un débil correteo le hizo levantar la vista. Una mujer los observaba desde el umbral; imposible saber cuánto tiempo llevaba allí. Debía de ser la vecina de la que Trokic le había hablado, su aspecto de prima donna venida a menos encajaba con la descripción.
—¿Han hablado con los vecinos? —preguntó.
—Con la mayoría. ¿Se refiere a alguien en concreto?
—Me he acordado de que anoche los de enfrente tenían un poco de jaleo —dijo señalando hacia la siguiente hilera de casas—. Parece que estuvieron de fiesta. Vi salir a un hombre que después se escabulló por el bosque.
Los dos policías se levantaron con un movimiento sincronizado.
—¿A la hora a la que se marchó Anna? —preguntó Lisa.
—No me acuerdo.
—¿Podría decirnos dónde era la fiesta exactamente?