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El tiempo había empeorado considerablemente cuando aparcó en una de las pequeñas áreas de descanso desde las que se bajaba a la playa. Con el susurro de millones de hojas reseñándole por toda la cabeza, apretó los dientes al sentir el soplo frío que le traspasaba el vendaje y hacía presa de la herida inflamada. Percibía un débil enrojecimiento del cuero cabelludo y las mejillas, señal de que le estaba subiendo la fiebre.
La zona estaba desierta; tan sólo se veía un pequeño Toyota azul que entró marcha atrás y dio la vuelta para luego regresar por la pista de tierra. ¿Sería ella? Echó un vistazo alrededor. Confiado, echó a andar por un sendero que serpenteaba formando peldaños naturales por la abrupta pendiente que bajaba hasta la bahía. Por encima de su cabeza, el cielo se había encapotado y una fina lluvia le entorpecía la visión. Abajo, a lo lejos, distinguía unas barcas de colores con la superficie verde de algas; sólo en ese trecho habría cerca de cien. Isa le había contado que de niña solía pescar allí y le había pedido que buscara un bote azul de fibra de vidrio blanco por dentro.
Empezaba a sentir unas terribles punzadas en la cabeza y el dolor le producía náuseas, pero ahora que estaba tan cerca de obtener respuestas sobre la mano no podía detenerse.
Cuando llegó a la playa, el agua había subido ya casi hasta las barcas y todo estaba impregnado del olor a algas podridas que traía el viento. El corazón le dio un vuelco al descubrir una silueta envuelta en un impermeable verde oscuro que surgía de repente por detrás de un repecho, pero no era más que una mujer paseando, su perro.
—Menudo tiempecito —comentó al pasar junto a él.
Pero al verle más de cerca una expresión asustada se dibujó en su rostro y tiró del bóxer para acercarlo. El comisario caminó a paso ligero entre las barcas fijándose bien en su aspecto. ¿Dónde se habría metido?
Al sentir una opresión de sobra conocida, encaminó sus pasos hacia los árboles con intención de hacer aguas menores. Se encaramó de un salto a un murete de piedra que levantaba un metro del suelo y se adentró entre los arbustos. De pronto se detuvo. Allí también había varias barcas ocultas entre árboles y plantas, quizá se refiriese a aquéllas. Era inútil; además, la penumbra no tardaría en hacer imposible distinguir unas de otras. Resolvió lo suyo y se volvió para retroceder hacia el norte cuando vislumbró los contornos de algo azulado que asomaba entre las ramas de un escaramujo.
No sin esfuerzo, logró arrastrar un poco el bote; por un instante se le nubló la vista. Si llegara a pasar alguien, daría por supuesto que no se traía entre manos nada bueno, allí en medio de la lluvia, con su vendaje y llevando a rastras una barca azul. Al fin consiguió sacarla, no sin antes dejarse buena parte de la piel de las manos en las ramas espinosas del arbusto. Rebuscó en el hueco donde había estado la embarcación, pero le pareció que no había nada en la maleza.
Liberó la barca por completo y le dio la vuelta. Se trataba de un bote de fibra de vidrio de dos asientos, bastante sencillo y primitivo. La porquería se había agarrado bien al fondo, desprendía un ligero olor a podrido y tenía todo el aspecto de llevar muchos años en desuso. Eso era todo, una barca vieja.
Decepcionado, sacó un cigarrillo y dedicó un rato a rumiar su hallazgo. Le extrañaba que la socióloga no diera señales de vida y no sabía si había encontrado la barca buena ni entendía de qué iba todo aquello. Volvería a colocarla donde estaba, se iría a casa a dormir y luego estudiaría los informes de sus compañeros.
Envuelto en una oscuridad casi total, retrocedió con intención de recorrer los dos metros que le separaban de las ramas con el bote a rastras, pero a medio camino tropezó con un nudo terroso que le hizo tambalearse y se agachó a ver qué era. Un asa de plástico pequeña y negra asomaba del suelo, junto a su zapato. La cogió con la mano y tiró con cuidado. Al ver que no se movía comprendió que estaba pisando el resto de la bolsa, de modo que apartó los pies y volvió a tirar. La tierra se desprendió y salió una bolsa de plástico negro. Con la boca seca, echó una ojeada rápida a la linde del bosque azotada por el viento y abrió la bolsa.
Miró en su interior. El olor a podrido era tan intenso que le obligó a echar la cabeza hacia atrás bruscamente y un movimiento reflejo del diafragma estuvo a punto de hacerle vomitar. Separó cuidadosamente los bordes de la bolsa para que al menos parte de aquella peste repugnante saliese y desapareciera con la brisa.
Por un instante pensó que contenía restos humanos en descomposición, pues aquel penetrante olor compartía algunos de sus rasgos inconfundibles, pero cuando se le reveló el verdadero contenido de la bolsa su asco fue aún mayor —si era posible— y sintió que le abandonaban las fuerzas.
Rebuscó en sus bolsillos hasta dar con un bolígrafo y una minilinterna y, pertrechado con ambas herramientas, se dispuso a hacer balance de su hallazgo. ¿Qué era aquello? Su cerebro se esforzaba por encajar las piezas.
En ese preciso instante sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Lisa. Tenía que ser importante para que insistiera así. Contestó.
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—En Ørnereden.
—¿Y qué coño haces ahí?
—Tenía una pista de la mano.
Se produjo un silencio sepulcral al otro lado y por un momento creyó que se había cortado la comunicación, pero la inspectora no tardó en continuar con una voz insistente llena de vehemencia y autoridad nada propio de ella.
—¿Quién te ha pasado el soplo?
Alumbró su hallazgo. La manta que había en la bolsa estaba empapada de algo que en su día fue sangre fresca, pero que había quedado reducido a una sustancia pestilente y comprendió que quizá tuviera en sus manos la tela que envolvía a Christoffer Holm cuando lo llevaron a la laguna. También había un hacha pequeña.
—La mujer del grupo de entrenamiento, la socióloga. Isa Nielsen.
Empezó a entenderlo. En algún punto del bosque que le rodeaba oyó el débil chasquido de una rama. Se apresuró a cerrar la bolsa y a mirar a su alrededor, pero todo volvía a estar en silencio.
—Y ¿estás solo?
—Sí.
—Intenta salir de ahí.
—¿Qué?
—Ya.
Otra voz se sumó a la conversación, esta vez detrás de él. Se quedó paralizado.
—Quién lo iba a decir, qué calladito se lo tenían.
La mano. La arena. El teléfono se le escurrió entre los dedos y rodó por la pendiente que había a sus espaldas. Luego se volvió hacia ella.