23
La casa estaba situada en una de las bocacalles que morían en la linde del bosque. Era uno de esos chalés setenteros de dos pisos que destacaba en medio del primor tan danés que lo rodeaba, con su impúdico jardín de césped agostado y sin cortar y sus arbustos revueltos y enmarañados. Tenía el hastial pintado de un soso tono ocre parcheado de tanto en tanto con un poco de pintura de otro color, las ventanas estaban casi opacas de porquería y el lugar resultaba cualquier cosa menos acogedor. Se estremeció.
Le abrió la puerta un tipo calvo de cuarenta y muchos años ataviado con unos vaqueros oscuros de campana, jersey naranja tejido a mano y zuecos. Estaba pidiendo a gritos un buen corte de uñas y le colgaba del cuello una cadena de metal con el mismo símbolo que habían encontrado dibujado en el papel de la casa de Anna Kiehl.
—Buenos días —le saludó el tipo recorriéndole de arriba abajo con la mirada.
—Comisario Trokic —se presentó tendiéndole la placa.
Por detrás de la entrada alcanzó a ver el salón; varios hombres y mujeres tonsurados deambulaban en silencio por una realidad de fabricación propia.
—Hanishka —dijo el otro, que observaba la placa boquiabierto—. ¿Daniel? Buen nombre.
—Tengo algunas preguntas en relación con un asesinato cometido este fin de semana.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
—Necesito ciertos datos.
Hanishka terminó de abrir la puerta por toda respuesta y Trokic le siguió hasta el vestíbulo, un pequeño rectángulo con un linóleo de cuadros muy de los ochenta.
—Haz el favor de descalzarte —le conminó Hanishka en un tono que no admitía discusiones.
Se quitó los zapatos negros y le siguió a pasitos pequeños por el frío suelo hasta una cocina en la que se hacía patente el uso de muchas personas: hordas de tazas apiladas alrededor del fregadero y un peculiar olor que le trajo a la memoria el pienso de los conejos. Sintió un escalofrío al recordar la pesadilla de la noche anterior. Una mujer morena que, descalza junto a la mesa, partía zanahorias no se molestó siquiera en levantar la vista cuando entraron a perturbar su paz. Se preguntó qué pensarían los vecinos de aquella mácula en la uniformidad de su barriada de aligustre y si el buzón de la secta estaría a reventar de invitaciones a las fiestas vecinales que celebraban todos los años con albóndigas y cánticos.
Estaban organizados en torno a Hanishka y tenían su origen en la interpretación de la Biblia. Así habían surgido muchos de los grandes movimientos sectarios: un individuo carismático estudiaba la Biblia y, poco a poco, se iban sumando cada vez más discípulos, según les explicó Jacob. ¿Tendría Anna Kiehl, una pensadora independiente de fuertes convicciones políticas, una antropóloga, alguna relación con aquella gente? Le costaba creerlo. Debía de tratarse de un tema de estudios, o quizá la secta se hubiera cruzado de algún modo en su camino.
—No somos más que una pequeña parte de un gran rebaño cuya fuerza va creciendo día a día por el mundo —anunció Hanishka tras ofrecerle una infusión de olor nauseabundo—. Estudiamos la Biblia y procuramos conservar nuestra pureza, y creemos que la palabra de Dios ha de ser entendida en su contexto.
—¿Un poco al estilo Testigos de Jehová? —preguntó Trokic mientras se aventuraba a darle al brebaje unos sorbitos y preguntándose si estaría ofendiendo al hombre que tenía delante. Pero aquel autoproclamado apóstol de mediana edad se limitó a menear la cabeza.
—Los Testigos de Jehová forman parte de esta sociedad corrompida de la que nosotros nos mantenemos al margen.
No podía dejar de pensar en qué tendría que decir el ayuntamiento de aquellos santurrones, si realmente serían capaces de vivir del aire o aceptarían las limosnas de esa sociedad.
—«Riquezas, honra y vida son premio de la humildad y del temor del Señor» —contestó Hanishka en respuesta a la pregunta que él no había llegado a formular—. Pero, dime, ¿en qué puedo ayudarte Daniel?
—Hemos encontrado el símbolo de la Orden Dorada en la agenda de una joven que ha sido asesinada y nos gustaría saber si tienen alguna relación con ella.
—Como ya te he comentado, no formamos parte de esta sociedad y por eso no existe relación alguna entre nosotros y las criaturas que aún participan de ella. Como dice el Apocalipsis, solamente…
—Mientras estén domiciliados en esta sociedad, su obligación es colaborar con la policía facilitándole información —le interrumpió el comisario, que no tenía ni tiempo ni ganas de embarcarse en prolijas explicaciones.
—Pero si no lo estamos. El límite está en la puerta —señaló Hanishka en tono paciente—. Una vez dentro, estás fuera de la sociedad. Y…
—¿Quiere hacer el favor de contestar a mis preguntas? Voy con un poco de prisa.
—Porque tu nombre es Daniel, daré respuesta a lo que quiera que oprima tu pecho. No conocemos a ninguna mujer llamada Anna Kiehl.
—¿Cómo sabe cómo se llamaba? Yo no lo he mencionado.
Hanishka le observó con mirada astuta.
—Nosotros también tropezamos con algún que otro periódico. En el puerto los usan para envolvernos el pescado.
—Ajá —replicó Trokic con las cejas enarcadas.
Fue a echar mano del tabaco, pero dejó el paquete en el bolsillo al percibir la severa mirada del hombre que ocupaba el otro lado de la mesa. No le impresionaba su aparente bondad. No eran pocos los crímenes cometidos con la Biblia en una mano, y pocos años atrás una mujer que pertenecía a una secta había muerto en el transcurso de una purificación masoquista. Ninguno de aquellos grupos veía con buenos ojos a los apóstatas. Y aquel lugar era frío e impersonal.
—¿Qué me dice de sus discípulos?
—Los miembros de la Orden Dorada no tenemos secretos entre nosotros y siempre estamos aquí.
—¿Podría preguntarles, de todos modos, la próxima vez que celebren sus oficios, reunión, oración o como quiera que lo llamen, por favor, si alguien la conocía o ha oído algo de ella?
—Naturalmente. Pero la respuesta será la misma.
Trokic se despidió de Hanishka y bajó por el senderillo plagado de malas hierbas que lo alejaba de la casa. Al detenerse a encender un pitillo, sintió un hormigueo en la nuca y la piel helada y se volvió de un brinco. Desde una de las ventanas del primer piso de aquella casa destartalada le observaban los dos ojos de una cabeza tonsurada. Tenía la cara gris y la mirada, vacía. Sus miradas se encontraron apenas unos segundos. Chupó el cigarrillo con fuerza. Ya no podía regresar, pero ahí dentro había un auténtico ejército de calvos que no habría sido capaz de distinguir unos de otros. De pronto, aquel personaje desapareció de la ventana.