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En su campo visual entró una señorona de un rubio oxigenado que rondaba los sesenta. Llevaba puesta una deshilachada bata rosa con estrellas blancas y Trokic creyó percibir un leve olor a alcohol y beicon, aunque se vio obligado a reconocer que un domingo por la mañana uno podía oler a cualquier cosa. Le recordaba a un personaje salido de una película norteamericana, a algo que en su día fue una diva pero ya había desistido de seguir intentando causar esa impresión. Sus ojos hundidos aún conservaban un brillo azul que resaltaba sobre una piel que había visto demasiado sol. O demasiadas cosas, en general.

—Policía judicial —se presentó—. ¿Y usted es…?

—Vivo en el piso de arriba, me llamo Úrsula Skousen. ¿Dónde está Anna? ¿Y Peter?

Recorrió la habitación con una mirada curiosa, como si fuera la primera vez que la veía o la encontrara diferente de otras veces. Hablaba con voz medrosa, aunque con toda probabilidad ya había establecido una relación entre la casa vacía y los rostros sombríos de aquellos hombres.

—Aquí no, por favor —contestó Trokic tratando de mantener un tono de voz más o menos neutro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer mientras se llevaba las manos al cuello en un gesto instintivo que la sobresaltó.

Dejó a su compañero intentando sacar al niño del armario con mucho mimo y condujo discretamente a la señora Skousen hasta el otro extremo del rellano.

—No puede ser —exclamó ella tras escuchar sus breves explicaciones sobre la joven del bosque que, insistió, aún debía ser sometida a una identificación para tener la total certeza de que se trataba de Anna Kiehl. Evitó entrar en detalles al respecto de a quién correspondería dicha tarea. A veces era mejor no abrir la boca a la primera de cambio. La señora le lanzó una mirada llena de espanto.

—Me temo que sí.

—¿Cómo está Peter? ¿Y dónde?

—Vamos a ocuparnos de él hasta que localicemos a la familia. ¿Cuándo vio a Anna por última vez?

—Anoche, después de cenar; antes de que saliera a correr. Estuve cuidando de Peter, suelo hacerlo cuando su madre necesita un poco de tranquilidad para estudiar.

—¿Está estudiando?

—Va a la universidad. Hace Antropología. Es muy lista y muy trabajadora.

—¿Qué pasó el resto de la noche?

Hubo una pausa. La mujer no pudo evitar que se le dibujara en el rostro una expresión culpable.

—Es que era sábado y yo quería ver un programa. Ella no tiene tele y, como tardaba en volver del entrenamiento y Peter estaba dormido, cogí el intercomunicador y me subí a casa a verlo. Dormía como un bendito —aseguró.

—Eso quiere decir que la última vez que la vio fue… después de cenar. ¿Y a qué hora sería eso?

—Justo antes de que empezara ese inglés chiflado que sale en la tele, porque cuando bajé ya había empezado.

El comisario entornó los ojos.

—¿Mr. Bean? Eso fue hacia las siete.

Lo había visto mientras tomaba una salchicha turca con col confitada en la mesa del salón. La sola idea hizo que le crujieran las tripas. No había tenido tiempo de desayunar antes de salir de casa escopetado.

—Si usted lo dice…

—¿Y no le preocupó que no volviera de correr?

La señora Skousen parecía desorientada.

—Pero sí volvió, la oí después. Por eso apagué el intercomunicador.

La observó con escepticismo.

—Volvió —insistió ella con ahínco—. Oí ruido, y ya veo que por una vez tiene esto recogido.

Trokic decidió pasar por alto ese comentario junto con el olor a alcohol y cambió de tema.

—¿Y algún novio? ¿Visitas? ¿Se fijó en si ayer vino alguien a verla?

—No, nada, siempre decía que los estudios no le dejaban tiempo. Alguna que otra vez venía gente, pero no sé quiénes eran.

—Pues precisamente eso es vital para nosotros —no hizo referencia al aspecto sexual del caso—. Si le viene alguien en mente, le agradeceríamos que nos avisara, por favor.

Intentó concentrarse. Tenía que controlar el dolor de cabeza. La comisaría estaría completamente patas arriba y la posibilidad de dormir era un puntito muy remoto en el horizonte. Se apretó con dos dedos un punto de la nuca para centrarse en la mujer que tenía delante.

La señora Skousen se sentó en la escalera y le lanzó una mirada impenetrable; se dio cuenta de que estaba empezando a sospechar que era posible que Anna no hubiese vuelto.

—¿Suele salir a correr?

—Sí, siempre hace la misma ruta, lo sé porque me lo ha contado. Está intentando mejorar su marca. Hace unos cinco kilómetros tres veces a la semana, los martes, los jueves y los sábados.

—¿La misma ruta? ¿Está segura de eso?

—Sí. Normalmente sale a correr entre semana, cuando el crío está en la guardería, pero alguna vez se lo he cuidado los sábados. No es mucho tiempo y, si pasa algo, no tengo más que llamarla.

—¿Llamarla? ¿Mientras corre?

—Sí, no me hace gracia la idea de no poder localizarla si le pasa algo a Peter, así que siempre se lleva el móvil. Una ya no es tan joven como antes.

Trokic frunció el entrecejo y lo anotó. No habían encontrado ningún teléfono.

—Entonces, ayer, antes de que saliera a entrenar como tenía planeado, no ocurrió absolutamente nada fuera de lo normal, ¿no?

—Todo fue como siempre.

—¿La notó distinta en algún sentido?

—No. Le dije que no tardaría en oscurecer, pero no me hizo caso y dijo que era capaz de orientarse por esa ruta con los ojos vendados.

La señora Skousen meneó la cabeza de un lado a otro. A pesar del impacto que debía de haberle causado, tenía la sensación de que aquella mujer no dejaba de encontrar la situación emocionante. Los ojillos le brillaban de curiosidad y sintió deseos de zarandearla.

—Le dije que podía haber tipos poco recomendables y esas cosas, exhibicionistas. Yo, desde luego, no saldría a correr sola por ese bosque.

—¿Y no notó nada raro cuando se marchó?

Úrsula Skousen se bajó las mangas de la bata.

—No. Peter ya se había dormido y yo me quedé leyendo una revista hasta que subí a mi casa. No le oí más.

El comisario esbozó una mueca. Tenía la impresión de que se había quedado dormida delante del televisor y no podría aportar nuevos datos sobre lo ocurrido esa noche. Era más que dudoso que hubiera oído regresar a Anna Kiehl. Unas bolsas esponjosas colgaban bajo sus ojos; al sentir la mirada del policía, se ajustó mejor la bata.

—Necesitamos una declaración completa y me temo que tendré que pedirle su colaboración para identificarla —le anunció.

La mujer se quedó paralizada por la sorpresa, como si de pronto una película de suspense acabara de meterse en su salón.

—¿Identificarla?

Saboreó cada palabra.

—Sí, preferiríamos no ponernos en contacto con sus padres sin estar completamente seguros y hay bastantes detalles que me gustaría conocer más a fondo, por ejemplo la ruta que seguía, sus hábitos, etcétera. El inspector Taudrup puede acercarla a comisaría.

—Parece muy convencido de que es ella —dijo—, pero podría tratarse de otra persona. Puede que sólo haya salido a comprar el pan. A lo mejor se ha encontrado con algún conocido y está ahí… No me cabe en la cabeza que…

Trokic volvió a ver con claridad aquellos extraños ojos.

—Tiene un ojo azul y otro marrón, ¿verdad?

A la señora Skousen se le hizo un nudo en la garganta.

Al volver al dormitorio del niño, se encontró con su compañero sentado en la cama. Junto a él había un chavalín rubio con la mirada perdida en el techo y todos los músculos completamente agarrotados. Trokic tragó saliva al verlo. Era muy pequeño y de aspecto desvalido, y tenía los rasgos de su madre.

—He pedido que manden un médico —dijo Jasper en voz baja—. Creo que ha entrado en estado de shock.