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—Cabello humano —repitió Agersund con escepticismo—. Dices que encontraste unos pelos en un collar y que encima parecían llevar allí mucho tiempo. Podrían ser de cualquiera, los primeros trescientos mil de esta ciudad, alrededores incluidos.
—¿Eso piensas? —preguntó Trokic—. Yo no estoy de acuerdo. La laguna está apartada del camino, no es el lugar más a propósito para ir a dar un paseo. Yo digo que hay que investigarlo.
Lisa observó la pizarra blanca de la sala donde solían celebrar sus reuniones y donde su jefe ya había expuesto todos los datos de los que estaban al corriente hasta el momento. El resto de sus compañeros la rodeaba en actitud concentrada.
—Bueno, pues entonces ocúpate de eso también —concluyó un resignado Agersund perdiendo interés por el asunto—. Mientras nos llegan los resultados de los técnicos, intentaremos registrar todas las idas y venidas de la víctima —continuó inútilmente—. Quiero saberlo todo de esa señorita. Cuando hayamos terminado, quiero saber a quién veía, qué hacía, qué comía, que hábitos tenía… quiero conocerla mejor que a mí mismo.
—No sería muy difícil —murmuró Jasper a cierta distancia.
Agersund ignoró, como de costumbre, la ofensa, desplegó un mapa ampliado y lo sujetó a la pizarra. Representaba la ciudad con todas sus barriadas y bosques. Un recuadro punteado en la esquina suroriental indicaba el lugar donde habían encontrado a Anna Kiehl.
—Buscamos testigos en un radio equivalente a esta área.
Trazó un círculo invisible en el aire con el bolígrafo y después se subió los pantalones grises, que parecían a punto de caérsele en cualquier momento.
—Vamos a interrogar a cualquiera que pudiese encontrarse en el bosque en el momento del crimen: gente con perros, ciclistas, corredores, jinetes, turistas y vecinos de la zona. Quiero todos los informes encima de mi mesa con copia para Trokic.
—En cualquier caso —añadió éste—, lo que no hay que perder de vista es que es muy probable que nos enfrentemos a un tipo muy perturbado. Vamos a investigar a todos los locos que anden por ahí sueltos y a cualquiera que se trajera entre manos algo raro con la víctima.
—¿Y el modus operandi? —preguntó uno de los agentes de más edad.
—Es la primera vez que vemos algo semejante, así que es muy posible que no sea un viejo conocido.
Agersund se sentó encima de la mesa carraspeando.
—Nos falta un móvil. No parece haber opuesto resistencia, lo que podría indicar que fue hasta allí por voluntad propia, es decir, que conocía a su asesino, pero no hay que excluir nada. Que nadie hable con nadie que huela a periodista ni de lejos. Al que diga una sola palabra lo aplasto hasta reducirlo a un tamaño que me quepa por el ojo del culo.
—¿Va a venir alguien de la Móvil? —preguntó Jasper.
En los casos complicados solían mandarles gente de la Brigada Móvil de Copenhague, que dependía directamente del director general. Colaboraban en la investigación y aportaban su experiencia y su pericia.
—Algo bastante limitado —contestó Agersund—. Están con lo del cuerpo decapitado que apareció en Copenhague el mes pasado, pero dijeron que quizá pudieran enviarnos a uno nuevo que acaban de contratar.
—Acojonante —comentó Jasper haciendo ademán de ir a aplaudir—. No saben cómo se lo agradecemos.
—Siempre es mejor que nada —murmuró el comisario jefe.
Lisa le contempló con una sonrisita. A pesar de su comportamiento torpe y su aspecto desgarbado, no le cabía la menor duda de que estaba a la altura de su cargo de comisario jefe. A veces le despertaba hasta ternura cuando se presentaba con sus imposibles camisas sin planchar y se abría paso por el edificio con parsimonia. Llevaba cuatro años divorciado, decían que la mujer no había aguantado los cambios de horario, los comentarios sobre autopsias a la hora de cenar y el resto de proezas de la sección A. Una noche, al volver tarde de una guardia, Agersund se encontró con su mitad de la casa metida en una funda de edredón y la noticia de que su matrimonio había terminado. Desde entonces, sus dos hijos adolescentes vivían por temporadas en casa de uno y de otro. Hasta ahí el cotilleo. Lisa le apreciaba porque siempre se había mostrado de lo más amable y respetuoso con ella, porque se había preocupado de conseguir un psicólogo que aliviara sus tensiones cuando trabajaban en casos de pornografía infantil y porque jamás daba a su equipo con la puerta en las narices, ni siquiera en los momentos de mayor estrés. Era un hombre popular dentro y fuera del departamento y se enorgullecía de poder llamarle jefe.
El móvil de Agersund sonó en su bolsillo y él lo atendió con concisión. Después lo cerró y les miró a los ojos.
—Los técnicos acaban de empezar a examinar el apartamento de Anna Kiehl —prosiguió—. Trokic y Lisa… os encargáis vosotros.