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Jasper Taurup era el compañero preferido de Trokic desde hacía dos años. Tenía un sentido del humor seco y punzante, aunque el comisario no era precisamente de risa fácil, le apreciaba enormemente. Era un hombre racional y con una mente lógica capaz de realizar a la velocidad del rayo análisis mentales que siempre resultaban sorprendentes. Corría el rumor de que siendo niño, su mayor afición consistía en plantarse, calculadora en mano, en el invernadero de sus padres a contar tomates. Además, Trokic sabía cómo extraer toda su capacidad y potencial intelectual en los momentos precisos, entre los que figuraban los interrogatorios importantes, y es que se aprendía de memoria y al pie de la letra las declaraciones de todos los testigos y era capaz de relacionarlas unas con otras del derecho y del revés.
Los interrogatorios, a decir verdad, no eran la especialidad de Trokic. Unos meses atrás, Agersund había dejado caer, así como de pasada, que hasta una portera de barrio tenía más talento y más técnica que él, «lástima». El comisario nunca había terminado de desarrollar la capacidad de emplear el tono adecuado para obtener información importante del objeto de su atención. Algunos compañeros se ganaban a la gente hablando del tiempo, de sus aficiones, sus relaciones con la familia y su situación laboral para relajarla antes de poner sobre el tapete asuntos más espinosos. En ese sentido, él se sentía completamente falto de ideas, hacía preguntas directas y recibía respuestas. Por eso también era importante para él contar con compañeros efectivos en ese punto. Había observado con satisfacción que los interrogados de la víspera buscaban la mirada de Lisa, se dirigían a ella a pesar de que se había mostrado de lo más concreta e incisiva en sus preguntas.
El grupo de entrenamiento se componía de cinco hombres, pero la cosa era sencilla: uno se había marchado a Gibraltar a hacer carrera en una empresa danesa con sede allí, otro estaba ingresado con una pierna rota, un tercero había pasado toda la tarde y también la noche en Lystrup en una despedida de soltero con otras siete personas y el cuarto había ido de fin de semana con la familia a Søhøjlandet. Sólo quedaba uno.
—¿Mik Sørensen?
Les abrió la puerta un individuo de veintimuchos años, con el pelo negro y los ojos de un tono azul verdoso. Estaban en el segundo piso de un edificio viejo de la zona norte de la ciudad y, por una vez, el sol de la mañana se colaba entre las nubes y dejaba caer sus rayos a través de las pequeñas ventanas del portal. El hombre que tenían delante era uno de los antiguos compañeros de estudios de Anna Kiehl. Llevaba una camisa rosa que estaba pidiendo a gritos un buen planchado y unos vaqueros claros agujereados. Lo normal era citar en comisaría a la gente de especial relevancia para un caso, pero Trokic necesitaba ver a cada persona en su contexto, al menos la primera vez. Le gustaba estudiar cómo reaccionaban ante su llegada inesperada, qué tenían en la encimera y cómo se conducían sus mascotas, valorar su posición social, y quería oler si limpiaban y si fumaban y, en caso afirmativo, qué. Después podía resultar muy efectivo arrastrarles a un ambiente más formal.
—¿Sí?
—Somos de la policía judicial. Tenemos varias preguntas que hacerle en relación con el asesinato de una joven el sábado por la noche.
Se produjo un tenso silencio mientras paseaba la mirada del uno al otro velozmente.
—¿Quién? No será mi hermana, ¿verdad?
—No, no es su hermana. Se trata de una de sus antiguas compañeras de entrenamiento y de estudios.
—¡No! ¿Quién?
—Anna Kiehl.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo; después abrió la puerta de par en par para dejarles pasar.
—Adelante.
Les condujo hasta un saloncito de techo alto pintado de verde. Un barniz oscuro recubría los suelos. Un sitio bonito, pensó Trokic, aunque todo estaba muy revuelto: libros técnicos, tazas de café, una bolsa de golosinas y los restos de una pizza sobre la mesa. El joven se desmoronó en un sillón y enterró su rostro pecoso entre las manos. Tardaron un rato en descubrir que estaba llorando y le dejaron tranquilo unos minutos.
Finalmente se incorporó un poco y se secó las lágrimas con la manga de la camisa.
—¿Cómo…? —preguntó por fin.
—Ha aparecido en el bosque esta mañana —contestó Trokic, evasivo—. ¿Tenían una buena relación?
Mik Sørensen volvió a estremecerse antes de responder.
—Estaba muy enamorado de ella cuando estudiábamos, pero no me correspondía, así que no hubo nada.
—¿Cuándo la vio por última vez? —intervino Jasper.
—Sólo volví a verla una vez después de que deshiciéramos el grupo de entrenamiento. Bueno, yo sigo saliendo a correr con Martin, pero se acaba de romper una pierna. Fue este verano, igual hace unos tres meses. Me la encontré corriendo.
Se levantó a secarse los ojos con una servilleta manchada de pizza.
—Y aparte de eso ¿no volvió a verla? Seguía yendo a correr tres veces a la semana.
—No. Supongo que correríamos en horarios diferentes.
—¿Qué más puede decirnos de ella?
Hubo una pausa mientras aguardaban a que el joven, que se removía inquieto en el sillón, jugara sus cartas.
—Anna era genial —suspiró al fin—, no creo que hubiera nadie tan auténtico como ella. Me tenía fascinado, pero también me gustaba como amiga y como persona. La verdad es que no me cabe en la cabeza.
—No nos queda más remedio que preguntarle qué hizo ayer —concluyó Jasper.
Mik Sørensen le miró con los ojos como platos.
—Joder, ¿no creerán que…?
—Por supuesto que no —le interrumpió Trokic—. Es mera rutina. No nos queda más remedio que preguntarle para poder excluir todas las posibilidades.
—Pues estuve aquí, eso es todo. No hice nada. Leí, comí, vi un poco la tele y luego me acosté pronto.
—¿Hay algún amigo o algún vecino que pueda confirmar que estuvo en casa?
—Pues no.
—De acuerdo. ¿Sabe si salía con alguien?
Vaciló.
—Creo que este verano se veía con alguien.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el comisario.
—Mi hermana habló con ella hace unos meses, se la encontró por el centro. Me contó que, como se la veía muy contenta, le preguntó si se había echado novio y que ella dijo que sí. No supo decirme hasta qué punto era algo serio, pero, aunque me escoció un poco al enterarme, creo que se lo merecía.
—¿No le dio ningún nombre a su hermana?
Hizo un gesto negativo y arrancó con la uña un trozo de cera roja que se había derramado por la mesa.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Declarados no, pero teníamos compañeros que no se llevaban demasiado bien con ella. En realidad, yo creo que le tenían envidia. Anna era guapa y, aunque algo reservada, una de esas personas que saben hacerse escuchar.
—¿Quiénes son esos compañeros con los que se llevaba mal?
—Nadie importante, una panda de brujas. Bueno, y luego está lo de Irene, que también corría con nosotros. Estaban haciendo la tesina juntas, pero creo que discutieron. A mí, un buen día me dio la sensación de que las cosas entre ellas se habían enfriado.
—¿Y sabe por qué?
—No, no hice preguntas.
Trokic se puso en pie. No había más cuestiones por el momento.