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—En su día esto fue uno de los cuatro hospitales psiquiátricos de Dinamarca —explicó Lisa—. Tiene unos edificios preciosos, pero también una larga historia. Estos muros han sido testigos de todo el discurrir de la psiquiatría desde los tiempos en que se empleaban instrumentos coercitivos y entre ellos hay también varias personas que han sido pioneras a nivel internacional. Lo leí en un libro un día que fui al médico. Es impresionante, joder.
Trokic abrió la puerta y le cedió el paso.
—Quizá deberíamos quedarnos aquí. Parece un lugar de paz y tolerancia —murmuró.
—Sí, ahora —dijo la inspectora—. Pero corre el rumor de que cuando empezaron a usarse los psicofármacos a mediados del siglo pasado aumentaron los precios de los terrenos de la zona. Ya no había tanto loco suelto por ahí.
—Hay que ver qué memoria tenéis las mujeres.
Se quedó mirándole. Su remolino había recuperado su forma habitual y asomaba en dirección opuesta al resto del pelo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Lo que he dicho. ¿Buscamos a nuestro médico?
El antiguo superior de Christoffer Holm, Jan Albrecht, era un hombre de sesenta y muchos años, con barba, pelo cano y sonrisa servicial. Tenía unos ojos relativamente grandes y ovalados, muy separados el uno del otro que, en opinión de Lisa, por alguna razón le daban un aire dulce. El jersey de pico verde esmeralda que llevaba le quedaba algo grande, como si hubiese perdido peso recientemente, y tras su amable fachada, la joven intuyó cierta tristeza.
—No estoy muy seguro de que vaya a poder aportar gran cosa a su investigación —dijo tras hacerles pasar a un despachito alargado de la sección de psiquiatría y ofrecerles un café.
—Nos interesa cualquier dato que pueda tener relevancia —le aclaró Trokic—. Por qué lo dejó, con quién trabajaba, etcétera.
—Quizá deberían hablar con nuestro doctorando, Søren Mikkelsen. Yo creo que es la persona que con más detalle puede explicarles en qué consistían las investigaciones de Christoffer, ya que los estudios de ambos tienen ciertos puntos de contacto. Christoffer nos dejó hace unos meses; no nos dio ninguna razón concreta, pero supusimos que necesitaba una pausa.
—¿Qué tipo de pausa? —preguntó Lisa.
—Estamos hablando de un hombre de un talento excepcional; demasiado, a veces. Pasó la mayor parte de su vida encerrado entre las cuatro paredes de distintos centros educativos siguiendo el camino que le iban marcando unos profesores para los que sus posibilidades no pasaban inadvertidas. Este último año parecía agotado y me preocupaba que pudiese haber perdido la fe en lo que hacía. Los resultados de sus investigaciones eran extraordinarios a escala internacional, pero también era un ser humano y necesitaba ver algo del mundo que se extendía más allá de esas cuatro paredes —dijo con sonrisa ensimismada—. Era un hombre muy tosco. Por aquí a los más viejos… bueno, no… no les hacía demasiada gracia su estilo, los vaqueros desgastados, las camisas por fuera y esas greñas, pero una vez que lo conocías tenía un enorme don de gentes. De modo que cuando se marchó así, de pronto y sin previo aviso, en el fondo no resultó tan sorprendente, aunque muchos lo sentimos.
Lisa asintió; encajaba perfectamente con la impresión que le había causado el libro de Christoffer Holm.
—Entonces, ¿era muy apreciado?
—Sin lugar a dudas. Yo le encontraba realmente simpático. Siempre dedicaba tiempo a los demás, cosa que hoy en día no suele suceder —el médico apartó la mirada y añadió con voz emocionada—: No me cabe en la cabeza, que ya no esté con nosotros. ¿Quién podría desearle una muerte tan monstruosa? ¡Qué pérdida tan terrible!
—¿Cuál era exactamente su área de investigación? ¿Sólo las píldoras de la felicidad?
—Preparados ISRS —la corrigió el psiquiatra de manera automática—. Sí, pero es algo más concreto. En los últimos tiempos estaba estudiando el óxido nítrico. Creo que Søren Mikkelsen podrá explicárselo con mayor exactitud.
Sonrió.
—Dedico casi todo mi tiempo a atender a pacientes por propia elección, así que ya no estoy tan metido en la investigación como antes. Ahora me va más el contacto humano…
—Los resultados de sus investigaciones… —intervino Trokic—, ¿sería posible obtener una copia? Tenemos su libro y varios artículos que hemos encontrado en Internet, pero nos gustaría disponer de algo más completo.
Albrecht le tendió un enorme montón de papeles.
—He sido un poco previsor. Aquí están las publicaciones que escribió o en las que colaboró, copias de artículos de revistas y demás. Se supone que son todos los resultados publicados en los que intervino de alguna manera. Espero que con eso puedan ir entrando en materia.
—Gracias. ¿Qué me dice de ordenador, discos y ese tipo de cosas? —añadió Lisa.
—Ahí temo tener que decepcionarles. Él mismo hizo limpieza en su ordenador antes de dejarnos. Después, alguien del servicio técnico lo dio de baja, por lo visto se había quedado algo anticuado. Y luego imagino que lo destruyeron.
—¿Y portátiles, terminales alternativos o cualquier otro sitio donde pudiera haber información? De trabajo y personal –siguió intentándolo.
—No, tampoco hay nada. Casi todo el mundo prefiere tener todas sus cosas en un solo sitio, y Christoffer no era una excepción —se encogió de hombros con gesto contrito—. Cómo íbamos a imaginar que más adelante ese ordenador podría ser importante.
—No, claro.
Lisa bebió un sorbo de café. Tenía un repugnante sabor a filtro viejo y a institución, pero a veces la desesperación era la desesperación.
—Necesitaríamos un listado de todas las personas que sepa que han tenido un contacto más o menos estrecho con él desde un punto de vista profesional, y también un breve comentario de cómo las conoció.
Lisa le tendió un trozo de papel con su dirección de correo electrónico.
—¿Podría ser?
—Se lo enviaré más tarde.
—¿Podríamos hablar con Søren Mikkelsen, por favor? —preguntó Trokic.
—Está en el sótano, permitan que les acompañe.
Les condujo por un largo corredor y unas escaleras.
—Sí, ha llovido mucho desde los tiempos en que se pensaba que las enfermedades mentales eran una descompensación de los fluidos corporales —comentó el médico.
—¿Quién creía eso? —se interesó el comisario.
—Los antiguos griegos. Aplicaban tratamientos a base de baños calientes, hierbas y esas cosas. Mucho más razonable, en realidad, que la medicina medieval, que iba desde el exorcismo y la quema de brujas hasta el confinamiento en manicomios.
—Son muchos los que han perecido en nombre del cristianismo —dijo Trokic.
—Quizá sea una afirmación un tanto dura —admitió Albrecht—, pero desde luego hizo falta mucho tiempo para que los enfermos mentales volvieran a recibir un tratamiento más humano. Nosotros podemos presumir de haber aportado nuestro granito de arena.
El local era pequeño y estaba atestado de jaulas llenas de ratas. Desde cada una de ellas, un blanco ejemplar de roedor les acechaba con ojos rojos y recelosos. Lisa podía olerlas y también las virutas que había en las jaulas. Los animales que se alineaban junto a la pared derecha tenían los lomos desfigurados por unas costuras de cerca de cinco centímetros por las que parecían haberles implantado un objeto alargado. El lugar y las ratas la mareaban; aquellos bichos tan impopulares habían logrado despertar su compasión.
Søren Mikkelsen no podía pasar mucho de los treinta; más joven de lo que esperaba. Tenía los ojos algo enrojecidos y la piel apagada, falta de la luz del sol. Llevaba una bata blanca abotonada, gafas de pasta y zuecos negros y los recibió con una afable sonrisa.
—Estaba haciendo la prueba de nado forzado —informó al médico—; la cosa promete.
—¿Christoffer trabajaba aquí? —preguntó Trokic.
—Tenía sus propios animales en el pasillo, más allá.
Meneó la cabeza.
—Lo siento, aún no me he acostado —se disculpó—. Demasiado trabajo. Y lo de Christoffer me tiene un poco alterado, me he enterado hace unas horas. ¿Algún sospechoso?
—Estamos investigando a un par de tipos —intentó esquivarle el comisario.
Søren Mikkelsen les guió hasta el pasillo, cerró la puerta y echó la llave paseando la mirada de uno a otro.
—Bueno, ¿en qué puedo ayudarles?
Trokic le repitió el tipo de información que les interesaba y lo que sabían hasta el momento.
—¿Está investigando lo mismo que Christoffer Holm?
—No, mi tesis estudia los daños del tejido cerebral en relación con los trastornos mentales. A Christoffer le interesaba eliminar los efectos secundarios de los nuevos antidepresivos.
El investigador continuó con una larguísima explicación acerca de los receptores de serotonina, las pruebas con animales y el óxido nítrico.
—Vale, vale —dijo Trokic sin entender nada de nada y con un ojo puesto en Lisa para comprobar si ella le estaba siguiendo.
—¿En qué punto se encontraba? ¿Había llegado a publicar algún resultado? —preguntó ella.
—No, los últimos aparecieron el verano pasado en un artículo que escribió para el Journal of Psycopharmacology —contestó; y, señalando hacia el montón de papeles que sostenía Trokic, añadió—: Lo tienen ahí. Hay mucha competencia en su campo últimamente.
—¿Le dice algo el nombre de Procticon? —continuó Lisa con la mente en la nota que habían encontrado en casa de Anna Kiehl.
—Es una compañía farmacéutica inglesa, una recién llegada al ramo con un buen montón de dinero en el bolsillo.
Hizo una breve pausa:
—Van por ahí fanfarroneando de que serán los primeros en producir Pink Viagra. Y además son uno de los nuevos competidores de pesos pesados como Lundbeck y compañía en el mercado de los antidepresivos.
—¿Tiene idea de si Christoffer y Procticon habían establecido algún tipo de colaboración?
El investigador se echó a reír.
—No serían los primeros en haberle hecho una oferta, siempre andaba bromeando con el precio que tenía su cabeza en el sector farmacéutico.
—¿Y no podría haber sido ésa la razón de su renuncia? —preguntó Trokic—. Quizá le hicieran una oferta que no pudo rechazar.
Søren Mikkelsen hizo un gesto negativo.
—La verdad, no lo creo. Christoffer prefería estar en un sitio donde no decidieran su campo de investigación por él. Era un tipo muy ascético, el dinero no le interesaba, y le encantaba vivir aquí, las cosas son más reales. Pero claro, no puedo descartar la posibilidad. Sus motivos tendría.
Lisa no estaba convencida. Había aparecido un papel con el nombre de la empresa farmacéutica en casa de su novia muerta; a su modo de ver, no podía ser casualidad una vez conectados ambos asesinatos. Uno de los dos debía de estar relacionado con la industria. Captó la mirada inquisitiva del policía.
—Es posible que volvamos a hacerle más preguntas una vez que hayamos revisado el material —dijo al fin.
—¿Cómo era su relación personal con Christoffer? —preguntó Trokic.
—Nos llevábamos muy bien.
—¿Eran amigos?
—Compañeros que apreciaban su mutua compañía.
—¿Se veían fuera del trabajo?
—Rara vez, pero incluso en esos casos solía ser para hablar de trabajo o de algún artículo.
—¿Se hacían la competencia?
—En absoluto. Al contrario, él era un modelo a seguir para mí. ¿Por qué? ¿Soy sospechoso?
En su voz se notaba cierta reserva.
—En estos momentos, todos son potenciales sospechosos —respondió Trokic para calmar los ánimos—. ¿Sabía algo de su vida privada? ¿Qué amigos tenía? ¿Alguna novia?
—Sí, pero tampoco hablábamos mucho del tema. Él no guardaba esas cosas precisamente en secreto y, si les soy sincero, lo de llevar la cuenta de sus mujeres era complicado.
Lisa creyó percibir una ligera desaprobación en su voz.
—¿Anna Kiehl fue una de ellas?
—Sí, de ella sí me acuerdo; a principios de este verano pasó por aquí un par de veces.
—¿Tiene idea de qué tipo de relación mantenían, alguna impresión?
—Ninguna —contestó el investigador—, no me dedicaba a fisgar en su vida privada.
—¿Recuerda a alguna más? —preguntó Trokic.
—Hubo muchas, pero no me acuerdo de los detalles.
Pareció reflexionar.
—Yo creo que les costaba entender lo comprometido que estaba con su trabajo y todos sus viajes, así que entraban y salían de su vida. Pero solían ser rubias, eso sí se lo puedo decir. Poco antes de Anna hubo otra, a ésa no la vi, pero llamaba sin parar. Nunca decía quién era, sólo soltaba un «ponme con Christoffer». Supergrosera. Por lo que me pareció, pasaban mucho tiempo juntos. Poco a poco, él también empezó a encontrarla cada vez más molesta y al final lo dejaron. Recuerdo que un día le dijo: «Tú estás enferma, joder, muy enferma», como si no acabara de entenderlo, o como con asco. Después colgó.
Lisa pensó que podría ser Irene, aún no habían descartado del todo que estuviera involucrada.
—¿Podría decirnos qué hizo el sábado por la noche?
—Estuve viendo la tele con mi hermano.
—¿Recuerda qué vio?
—No, veo la tele todas las noches, pero si me dan una programación les diré lo que vi. ¿Han hablado con la hermana? —se interesó el investigador.
—Hemos hablado con Elise Holm —contestó Lisa, alerta—. ¿Alguna razón especial por la que debamos hablar con ella?
—Se me ha ocurrido que… ahora va a ser una mujer muy, pero que muy acomodada. Heredera universal. Los padres murieron en un accidente de coche y tengo entendido que el seguro pagó una suma muy importante. Supongo que ahora también se quedará con la mitad de su hermano. Más la calderilla.
Søren Mikkelsen se quedó mirándoles.
—Una mujer rica —añadió.