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—Ahí ahora vive una madre con su hijo, se llama Benedikte; se lo ha alquilado una señora mayor —dijo el hombre levantando el hocico como si husmeara algo—. Tiene un gato, uno de pelo muy largo. Yo le doy gambas y caviar.
No era muy alto, alrededor de un metro sesenta, y estaba encorvado. Llevaba un jersey tejido a mano con restos de comida repartidos por todas partes y tenía unas orejas enormes y llenas de costras de porquería.
—Pero ¿recuerda a la familia que vivía ahí hace veinte años? —preguntó Lisa señalando hacia la casa del otro lado del seto.
Isa Nielsen no era un nombre muy corriente y no le había costado mucho trabajo dar con aquella dirección de Siriusvej.
—Es que —prosiguió el hombre a su ritmo despacioso— he soñado que el gato va a ser la próxima raza dominante. Claro que me acuerdo. Él era militar; nunca me han gustado los que hacen carrera ahí, es un sitio perverso.
Se quedó absorto en algo que había por detrás de la inspectora y suspiró como si se sintiera incomprendido.
—Se creía alguien cada vez que desfilaba por la entrada. Ella era muy simpática, hablábamos por encima del seto de vez en cuando. Antes de lo de mi enfermedad.
—¿A qué se dedicaba?
—Era ama de casa, le sacaba brillo a los botones del uniforme del marido. Y bebía, la oía tirar las botellas al garaje. Eso estropea la piel, la hace poco natural, pero, al fin y al cabo, ¿qué queda de natural en esta realidad semisintética en la que nos movemos? Un paisaje infestado de pvc, domesticado. Santo Dios, si hoy en día es menos ácida la coca-cola que la lluvia, y eso que…
—¿Y la hija? —le interrumpió.
Él se encogió de hombros.
—Una niña callada, nunca la vi jugar con los demás críos de la calle. Solía quedarme a verla trastear por el jardín. Como ve, tengo buenas vistas. Una vez…
De pronto se puso triste y, por un momento, Lisa creyó que sentía compasión de la pequeña, pero después continuó:
—Un día chocó un mirlo contra los ventanales de su fachada y se quedó tirado en la terraza, agonizando. La niña lo miraba, cómo decirlo… fascinada. Después lo enterró en la arena donde solía jugar.
—¿Y?
—Al cabo de una semana volvió a desenterrarlo, le arrancó las plumas y lo llevó de acá para allá todo el día. Al final la vi tirarlo en el suelo del salón. Bueno, eso creo, porque se oyeron unos gritos horribles de la madre. Supongo que estaría repleto de gusanos.
Le miró, incómoda, y se encogió en la cazadora.
—¿No sabrá, por casualidad, adónde se mudaron?
—No. Creo que la niña acabó con una familia de acogida cuando desapareció el padre, dijeron que se había ahogado. Tendría trece años por aquel entonces. La madre se marchó hace dos.
—¿No sabe adónde?
El hombre hizo un gesto negativo.
Lisa observó la casa amarilla. Parecía tranquila, como si allí no viviera nadie o llevara vacía mucho tiempo. La publicidad desbordaba del buzón de la pared y las persianas de la cocina estaban a medio bajar. El tiempo se había detenido y bien pudiera haber sido un húmedo día de octubre de mediados de los ochenta.
—Es posible que conserve en algún sitio un papel con una dirección —dijo el hombre—, no sé por qué me lo daría. Seguramente estará en el secreter, pero nunca entro en esa habitación, me dan miedo las serpientes.
—A mí no —le aseguró Jacob—. Indíqueme dónde está y yo lo buscaré.
—Un buen día llegará el fin del mundo y ya no habrá más serpientes.