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Trokic siguió uno de los senderos que arrancaban del claro. Como tantas otras veces, se sentía atraído por el enigma de la escena del crimen, un lugar impregnado de la intensidad de los hechos cuya elección no solía deberse al azar. Aquel verano, casi meridional en su fuerza y sus aromas y de noches tan serenas que habían llevado el tardío cantar de las ranas y los grillos hasta la terraza de su pequeño adosado, iba ya dejando paso al otoño. A su derecha, un roble había dejado caer una considerable cantidad de bellotas, y la hierba que crecía junto al camino era parduzca y despedía un olor denso y dulzón. Pero había algo más. Incluso a plena luz del día, el bosque resultaba más oscuro de lo que era de esperar. Avanzó con paso firme sin dejar de mirar en todas las direcciones. Camino adelante apareció una pareja que daba un paseo. Intercambió unas palabras con ellos y permitió que continuaran. Turistas de un hotel cercano.

Al doblar un recodo advirtió que se acercaba una mujer joven con un labrador casi blanco que correteaba retozón en torno a ella.

—¡Europa! —llamó la mujer en tono cortante al ver que el animal salía al galope hacia él; después alcanzó al perro y le puso la correa.

—Aún es joven y está aprendiendo —se disculpó; luego se irguió bruscamente—. ¿Es de la policía?

—Sí.

A Trokic le aquejaba un curioso mal: estaba convencido de que parecía un hombre de treinta y ocho años del montón, de que podía pasar por auditor, transportista, cualquier cosa, y nunca dejaba de sorprenderle que, a pesar de ir de paisano, le tildaran de policía. Era posible que tuviese algo que ver con que no acababa de identificarse con el resto del cuerpo. De pronto tomó conciencia de su caliente pero desaliñado abrigo y le enseñó la placa.

¿Trokik? —intentó ella.

Trokic —la corrigió.

—Antes he visto el cordón policial —explicó—. ¿Ha ocurrido algo grave?

Llevaba la melena rubia recogida en una fina cola de caballo y, aunque no tenían el menor rastro de maquillaje, resultaba difícil evitar sus ojos de color azul marino.

—En efecto.

Se preguntó cuántas mujeres seguirían yendo al bosque cuando se supiera que había sido escenario de una agresión sexual, que habían asesinado a una mujer. Por el cuello de la joven se extendían varias zonas enrojecidas por el contacto con el aire frío.

—¿Suele sacar al perro por aquí?

—Una vez al día cuando tengo tiempo.

—¿Qué me dice de ayer?

—Estuve por la mañana temprano.

—Muy bien. ¿No sabría de nadie más que suela venir con regularidad, conozca la zona y pueda haber visto algo?

Titubeó, pensativa.

—Sí, conozco a unas cuantas personas. Hay mucha gente que viene a correr, yo misma formé parte de un grupo de la universidad que entrenaba aquí, veníamos los jueves por la tarde, aunque al final lo dejamos. Pero a la mayoría les interesa mucho el deporte y siguen viniendo, sólo que cada uno a una hora distinta.

—¿Podría darme los nombres de todas las personas que conozca que vienen al bosque? —le preguntó—. Tenemos que hablar con el mayor número posible.

—Creo que tengo una lista con la gente del grupo en algún sitio, podría buscarla —dijo mirándole de reojo.

Trokic le dio unas palmaditas al perro, que insistía en incrustarle en la pierna su hocico húmedo y sonrosado. Tenía el rabo, las patas traseras y el pecho cubiertos de un largo pelaje ondulado y bien cuidado.

—¿Podría enviármela, por favor? O llamar.

—Dentro de una hora, cuando llegue a casa, la buscaré —contestó tras unos instantes de reflexión.

Corrían tiempos extraños. La prensa hablaba del verano más sangriento de la historia; se habían batido récords de muertos en accidentes de tráfico y el número de episodios de violencia había sido excepcionalmente elevado; y ahora aquello. Era como si todo se descompusiera lentamente, como si el odio aflorara a la superficie en grandes bocanadas negras y repugnantes. Habían estado muy atareados con unos crímenes que eran cada vez más y más terribles.

—Vaya con cuidado. No salga de las sendas y no permita que el perro se aleje. Hay motivos más que de sobra para ser precavidos.

—Por supuesto.

El comisario le dio las gracias por la información y le entregó su tarjeta y a cambio obtuvo nombre, dirección y número de teléfono. Finalmente, emprendió el camino de regreso hacia la laguna y la zona acordonada.

Una vez inscrito en el registro de los técnicos, le permitieron traspasar la cinta por segunda vez el mismo día. A la hora de recomponer el enorme mosaico que constituía cada caso, las pruebas físicas que encontraban los técnicos, el forense y él mismo solían ser las más fiables. Esas huellas tangibles eran lo que llamaban testigos mudos. Las personas, en cambio, eran una magnitud variable que mentía y engañaba.

Consciente de que el fondo de la laguna podía ser muy blando en la zona inmediata a la orilla, se adentró con cautela en las aguas que la comida de los patos y las innumerables hojas caídas habían vuelto de un tono pardo verdoso. Sin embargo, no logró evitar que sus deportivas amarillas se empaparan y un frío húmedo le subiese poco a poco a través de los vaqueros. Renegó a voz en grito. En el extremo más alejado, un pato salió volando de entre los juncos. Se trataba de una charca natural de unos cuarenta metros de diámetro. Si el arma homicida y la ropa de la víctima no aparecían en la zona más próxima a la orilla, habría que recurrir a los buzos de Falck para que examinaran aquellas aguas oscuras y turbias, un trabajo laborioso.

Buscó huellas de pisadas en el terreno a pesar de que sabía que los técnicos ya habían recorrido aquel lugar. De pronto descubrió un grupito de plantas similares a las que habían encontrado sobre el cuerpo de la joven y se acercó a estudiarlas más de cerca. La intuición le decía que eran las mismas, aunque éstas tenían pequeñas semillas semejantes al comino. No conservaban flores, estaban marchitas, pero no secas, y tenían el tallo salpicado de gotitas granates. Era un pequeño triunfo. Pero ¿por qué habría cogido el asesino precisamente aquellas flores? ¿Tendrían algún significado ritual? Arrancó algunas, las metió en una bolsa y se lavó los dedos en la laguna. Por último, permaneció en silencio contemplando la lisa superficie de las aguas y el dibujo que trazaba la comida de los patos. Siguió con la mirada las numerosas telarañas. Algo brillaba entre las raíces de la hierba. Alargó la mano automáticamente y levantó el objeto hacia la luz. Una cadena de plata. Varios cabellos rubios asomaban entre sus eslabones. Alguien había estado allí. Se sacó del bolsillo un kit de ADN e introdujo la cadena en la bolsita de papel que contenía.

El teléfono móvil de Trokic empezó a sonar. Se alejó un poco de la zona acordonada, se sentó en el coche y encendió el cigarrillo que en la escena del crimen no podía fumarse. Llamaban de comisaría. Escuchó con interés mientras observaba a sus compañeros por la ventanilla. Dos minutos después estaba de regreso.

—Es posible que sepamos quién es —le dijo a Agersund—. Hemos recibido una llamada del vecino de una mujer que vive sola con su hijo en un edificio no muy lejos de aquí. El niño lleva varias horas encerrado en casa, chillando; el vecino ha llamado al timbre varias veces, pero no abren. Dice que también ha mirado por todas las ventanas y no ve nada. Ha llamado porque le preocupa el niño. Queda a cinco minutos. Jasper ya va para allá, nos reuniremos allí.

Quizá no tardara mucho en averiguar quién era.