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El chalé, de ladrillo amarillo y tejado negro, no resultaba particularmente ostentoso, pero estaba situado en una zona que, hasta donde sabía Lisa, era cara. El bosque y el agua atraían a la gente. Para ser exactos, no se encontraba a una distancia descabellada del lugar donde había aparecido el cadáver de Anna Kiehl.

En ese instante se dio cuenta de lo astuto que había sido el asesino al camuflar aquel crimen como una violación que se le había ido de las manos. Dejar su esperma en el cuerpo de la joven era un riesgo muy alto, pero les obligaba a seguir una pista y un móvil falsos. Con lo que no había contado era con que rastrearan la laguna.

La pálida criatura que tenía delante estaba a punto de perder los papeles; los labios contraídos en una mueca agresiva, los músculos en tensión perfilándose bajo la ajustada camisa de rayas y el pelo aplastado como si acabara de quitarse un casco.

—¿Qué es esto? No puede ser legal irrumpir de esta manera en casa de la gente.

—Abra esa puerta —le ordenó Jacob con un deje de irritación—. Estamos investigando dos casos de asesinato, así que no nos costaría demasiado conseguir una orden de registro. Apreciaríamos mucho su colaboración. Necesitamos los resultados de las investigaciones de Christoffer Holm; puede ayudarnos a encontrarlos o, si lo prefiere, podemos ponernos a buscarlos nosotros mismos.

Avanzó un paso más hasta colocarse a medio camino entre Lisa y el joven investigador a modo de protección.

Finalmente, una expresión resignada asomó a los ojos de Søren Mikkelsen, que abrió la puerta y se hizo a un lado para franquearles la entrada.

—No tenía ni idea de que un sueldo del Estado diese para vivir tan bien —comentó la inspectora al entrar en el espacioso salón—. ¿Cuánto cuesta esta casa?

—Averígüenlo ustedes.

—Lo haremos, no se preocupe —replicó Jacob.

—No tengo nada de Christoffer.

Entraron en una amplia habitación con grandes ventanales que se abrían en la fachada. Parecía que acabara de mudarse; los muebles, de sólido diseño en piel negra, tenían todo el aspecto de estar recién comprados y sin estrenar, y la mesita de madera carecía de los arañazos y cercos de vino y de café que había en la de Lisa. No parecía un lugar muy frecuentado, más bien una sala de exposición. Las paredes estaban vacías a excepción de uno de los laterales más estrechos, donde había un sencillo bordado que, al ser el único objeto personal, desentonaba con el conjunto. Se movían por la casa de forma mecánica registrando armarios, estanterías y cuartos mientras dos compañeros vigilaban al sospechoso. El investigador, refugiado en la cocina, había sacado un refresco de cola del frigorífico y bebía a sorbos rápidos sin quitarles ojo de encima.

Estaba a medias con el despacho cuando Jacob la llamó a gritos desde la otra punta de la casa. En un pasillo de la parte de atrás había una trampilla abierta por la que había bajado el policía.

—Ven a ver esto… ¡joder, qué curioso!

Su voz sonaba a hueco por el agujero. Lisa bajó a reunirse con él por la escalerilla de madera. Sus escasos conocimientos de medicina no le impidieron adivinar sin mucho esfuerzo para qué servían todas aquellas botellas y aparatos de destilación; saltaba a la vista.

—No me extraña que se resistiera a dejarnos entrar.

Su compañero cogió una de las numerosas bolsitas que había sobre la mesa de aquel pequeño laboratorio envuelto en un olor tan penetrante.

—Toma ya —murmuró.

—¿Qué?

Le tendió una pastilla pequeña de color lila que llevaba una «K» grabada por un lado. La volvió entre los dedos.

—K de kamikaze —dijo ella al fin—. Creo que acabamos de poner punto final a los malos viajes de la ciudad; al menos hasta que llegue una nueva remesa de novedades desde Holanda.

Al entrar se toparon con Agersund.

—Hemos detenido a Søren Mikkelsen por fabricación ilegal de drogas y también tenemos motivos para creer que es el asesino que andamos buscando. No hemos encontrado los resultados de las investigaciones de Christoffer Holm, es cierto, pero le sacaremos dónde los tiene.

Una expresión inescrutable se pintó en el rostro de Agersund.

—No es él. Acabo de recibir un fax que dice otra cosa.