1994

Dicen que soy dura como una piedra ¡Y qué! ¿Hubiera tenido que mostrarme débil sólo porque soy mujer? El que aquí me deja escrita, creyendo que puede darme una calificación —«comportamiento social: insuficiente»—, tendrá que reconocer, antes de pincelar como fracasos mis actuaciones al fin y al cabo siempre exitosas, que he resistido a todas, absolutamente todas las comisiones de investigación, con una salud excelente, es decir, sin sufrir daño, y también en el 2000, cuando se celebre la Expo, sabré hacer frente a todos los tiquismiquis y pusilánimes. Sin embargo, si cayera, porque de repente esos socialrománticos consiguieran decir la última palabra, caeré en blando y me retiraré a nuestra propiedad familiar, con vistas sobre el Elba, que me quedó cuando papá, uno de los últimos grandes banqueros privados, se vio empujado a la quiebra. Entonces diré: «¡Y qué!», y dedicaré mi atención a los barcos, sobre todo a los de contenedores: veré cómo se dirigen a Hamburgo, río arriba, o cómo desde allí, bastante hundidos por ir muy cargados, ponen rumbo en la desembocadura del Elba hacia el mar, hacia los muchos mares. Y cuando luego, a la puesta del sol, haya ambiente y el río sea de todos los colores, cederé, me entregaré a imágenes rápidamente fusionadas, y seré sólo sentimiento, totalmente blanda…

¡Claro que sí! Me encanta la poesía, pero también el riesgo monetario e igualmente lo no calculable, como en otro tiempo la Treuhand (Administración Fideicomisaria) que, bajo mi vigilancia, exclusivamente bajo mi vigilancia, ha manejado miles de millones, liquidado en un tiempo récord muchos miles de ruinas industriales y creado espacio para lo nuevo, por lo que ese señor, que al parecer se propone contabilizar los espléndidos honorarios que se me han concedido por la labor realizada y los inevitables daños del saneamiento, proyecta —más de lo mismo— una novela con sobrepeso, en cuyo desarrollo quiere compararme con un personaje de una obra de Theodor Fontane, sólo porque cierta «Señora Jenny Treibel» supo, lo mismo que yo, conciliar los negocios con la poesía…

¿Por qué no? En lo sucesivo no seré sólo la Señora Treuhand, dura como una piedra —también llamada Dama de Hierro—, sino que me convertiré además en parte del acervo de la literatura. ¡Esa envidia y odio social a los que ganamos más! Cómo si hubiera elegido yo este o aquel trabajo. Siempre obedecí al deber. Me llamaron cada vez: a Hanóver como Ministra de Economía o más tarde a la gran casa de la Wilhelmstrasse, cuando mi antecesor fue sencillamente asesinado —¿por quién?— de un disparo, con lo que la Treuhand necesitó un hombre. Igual que lo necesita la Expo 2000. Me lo impusieron, porque me dan miedo los riesgos, porque no obedezco a nadie salvo al mercado y puedo encajar pérdidas, porque me endeudo cuando vale la pena y porque, dura como la piedra, aguanto lo que sea, cueste lo que cueste…

Lo reconozco: hubo desempleados, los sigue habiendo. El señor que me está dejando escrita quiere atribuirme cientos de millares. Y qué, me digo. A ésos les quedará siempre la hamaca de la seguridad social, mientras que yo tendré que plantearme sin descanso tareas totalmente nuevas, porque cuando, en el noventa y cuatro, la Treuhand había completado su incomparable labor y apisonado los restos de la economía planificada comunista, tuve que prepararme enseguida para la siguiente aventura, la exposición mundial. ¿Cómo que prepararme? Había que saltar a un caballo al galope, llamado Expo. Había que infundir vida a una idea todavía vaga. Sin embargo, hubiera preferido mucho más, porque al fin y al cabo estoy en cierto modo sin trabajo, repantigarme en una hamaca perezosamente y por cuenta del Estado, naturalmente a ser posible en la terraza de nuestra propiedad familiar con vistas sobre el Elba, de la que por desgracia raras veces he podido disfrutar, y prácticamente nunca antes de la puesta de sol, porque la Treuhand sigue pesando sobre mí, porque otra vez me amenaza una comisión de investigación, porque ese señor que quiere contabilizarme en 1994 se propone ahora pasarme una enorme factura: yo —y no la industria germanooccidental del potasio— fui la que provocó en Bischofferode el despido de unos miles de mineros; yo —y no, por ejemplo, la Krupp— quien desmanteló en Oranienburg la acería; yo —y en absoluto la Fischer de Schweinfurt— quien llevó a la ruina a todas las fábricas de rodamientos de bolas de la época gris de la RDA; a mí se me atribuye el truco de utilizar caudales públicos del Este para ayudar a empresas occidentales enfermas (por ejemplo los astilleros Vulkan de Bremen); a mí, la Señora Treuhand, llamada también Jenny Treibel, se me cayó de la mano gráficamente —y a costa de unos hombrecitos que patalean desamparados— una estafa de miles de millones…

No. A mí no me ha regalado nadie nada. Todo he tenido que cogerlo yo. Sólo tareas gigantescas han podido tentarme, y no las menudencias con garambainas sociales. La verdad es que amo el riesgo y que el riesgo me ama a mí. Sin embargo, cuando un día hayan dejado de machacar el tema del desempleo supuestamente excesivo y los caudales desaparecidos sin dejar huella, lo subrayo, sin dejar huella; cuando a partir del 2000 no haya ya nadie que proteste por las entradas para la Expo subvencionadas y nadie quiera hablar ya de naderías parecidas, se reconocerá el inmenso espacio libre que ha logrado la Treuhand mediante una limpieza dura como la piedra, y que el futuro, nuestro futuro común, podrá asumir sin temor las posibles pérdidas de la Exposición Mundial. Yo, sin embargo, disfrutaré por fin, desde nuestra propiedad familiar, de las vistas sobre el Elba, la poesía de un río atareado y las puestas de sol gratuitas; a no ser que me pongan delante el riesgo de nuevas tareas. Por ejemplo, podría tentarme dirigir, desde una posición central, el entonces necesario cambio del duro marco alemán por el euro, billete y moneda…

¡Y qué!, me diré entonces e intervendré con dureza, en caso necesario con dureza de piedra. Y nadie, tampoco usted, señor que me quiere dejar escrita, podrá guardar a la mujer que no conoce la debilidad, de esa variante de fracaso que tiene categoría y, sólo por eso, es ya promesa de éxito…

Mi siglo
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