1982

Dejando aparte los malentendidos que suscitó mi alusión a «la pérfida Albión», en lo que se refiere a mi informe para los astilleros Howaldt y la filial de tecnología naval de la AEG en Wedel, que llevaba el título de Consecuencias de la guerra de las Malvinas, me siento plenamente satisfecho, incluso desde la perspectiva actual. Porque, suponiendo que los dos submarinos de tipo 209, que suministraron a la Argentina los astilleros y cuyo sistema electrónico lanzatorpedos se consideraba óptimo, hubieran conseguido a la primera atacar con éxito a la Task Force inglesa, por ejemplo al portaaviones Invincible, e igualmente hundir al plenamente aprovechado como transporte de tropas Queen Elizabeth, ese doble éxito hubiera tenido para el Gobierno Federal, a pesar de su postura claramente afirmativa con respecto a la doble decisión de la OTAN y del cambio de Canciller, necesario hacía tiempo, consecuencias desastrosas. «¡Los sistemas de armas alemanes demuestran su eficacia contra los aliados de la OTAN!», hubieran dicho. «¡Hubiera sido inconcebible!», escribí yo, señalando también que ni siquiera el hundimiento del destructor Sheffield y del buque de desembarco Sir Galahad por aviones argentinos de procedencia francesa hubiera podido relativizar un posible éxito de los submarinos de producción alemana. Se hubiera manifestado, sin duda, esa animosidad contra Alemania sólo apenas disimulada en Inglaterra. Nos hubieran llamado otra vez «hunos».

Por suerte, al estallar la guerra de las Malvinas, uno de los barcos de Howaldt, el Salta, estaba en dársena, con averías en las máquinas, y el otro, el San Luis, aunque llegó a entrar en combate, lo hizo con una dotación insuficientemente instruida que, como se vio, era incapaz de utilizar los complicados sistemas electrónicos de dirección de torpedos de la AEG. «De esa forma», escribí en mi dictamen, «tanto la Navy británica como nosotros, en tanto que nación, nos libramos de un susto», sobre todo porque los ingleses, igual que nosotros, siguen considerando como un hecho glorioso la primera batalla de las Malvinas del 8 de diciembre de 1914, en que la escuadra alemana del Asia oriental, bajo el mando del legendario vicealmirante Graf von Spee, fue aniquilada por la superioridad británica.

Sin embargo, a fin de apoyar las consideraciones de mi dictamen, que iban más allá de aspectos de simple ingeniería armamentista al estar históricamente basadas, hace ocho años, cuando Schmidt tuvo que dejar su puesto y comenzó el cambio con Kohl, acompañé mi análisis, por lo demás sobrio, de la fotocopia de un cuadro al óleo. Se trataba de una «marina» pintada por el conocido especialista Hans Bordt, que tenía por motivo el hundimiento de un acorazado en el transcurso de la batalla mencionada. Mientras que, en segundo plano, el buque se va hundiendo de popa, aparece en primer plano un marinero alemán, aferrado a una tabla, pero que con la mano derecha mantiene en alto una bandera —evidentemente la del acorazado hundido— con gesto memorable.

Se trata, como se puede ver, de una bandera especial. Y por eso, mi querido amigo y camarada, le escribo tan amplia y retrospectivamente. En esa imagen dramática podemos reconocer esa misma bandera de guerra del Reich que recientemente, con motivo de las demostraciones de los lunes en Leipzig, nos ha hecho remontarnos de nuevo en el tiempo. Lamentablemente, se produjeron desagradables escenas en que se llegó a las manos. Y lo lamento. Porque como he sugerido, a petición, en un informe sobre el proceso de la Unidad, de acuerdo con mi interpretación, aquella consigna que más bien no decía nada —«¡somos el pueblo!»— hubiera debido sustituirse de una forma totalmente pacífica, es decir, civilizada, por el grito de «¡somos un pueblo!» que, como es sabido, llevó la política al éxito. Por otra parte, debemos felicitarnos de que aquellos muchachos de cabeza afeitada y dispuestos a todo —llamados en general skinheads— consiguieran, por sorpresa, dominar la escena de los lunes de Leipzig con sus banderas de guerra del Reich organizadas en número tan importante y —aunque hay que reconocer que con excesivo estrépito— acentuar el llamamiento a la unidad de Alemania.

Así puede verse de qué rodeos es capaz la Historia. De todas formas, a veces hay que echarle una mano. Es una suerte que, cuando llegó el momento, me acordara de mi dictamen de entonces sobre la guerra de las Malvinas y de la «marina» antes mencionada. En aquella época, los ejecutivos de la empresa AEG, como era costumbre en todas partes, demostraron carecer de todo conocimiento histórico y, por ello, no comprendieron mi audaz salto en el tiempo, pero entretanto es posible que hayan entendido el profundo significado de las banderas de guerra del Reich. Cada vez las vemos con más frecuencia. Muchachos, personas otra vez capaces de entusiasmarse, se muestran con ellas y las sostienen en alto. Y como desde entonces la unidad es ya cosa decidida, tengo que confesarle, mi querido amigo, que me llena de orgullo haber sabido reconocer el signo de la Historia y haber ayudado, con mi dictamen, cuando se trataba de recordar de nuevo los valores nacionales y de mostrar por fin las banderas.

Mi siglo
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