1952

Lo digo siempre cuando los huéspedes nos preguntan: nos juntó el «espejo mágico», como llamaban al principio —no sólo en la revista Hör zu— a la televisión; el amor vino luego poco a poco. Fue en la Navidad del cincuenta y dos. Por todas partes, y también en Lüneburg, la gente se apiñaba ante los escaparates de las tiendas de radio y veía en la pantalla los primeros programas de televisión auténticos. Donde vivíamos nosotros sólo había un aparato.

Bueno, muy apasionante no era: al principio un cuento, que trataba de «Noche de paz, noche de amor», un maestro de escuela y un tallista de imágenes religiosas que se llamaba Melchior. Luego venía una farsa bailada, inspirada vagamente en Wilhelm Busch, en la que Max y Moritz hacían de las suyas. Todo con música de aquel Norbert Schulze al que los ex guripas debíamos no sólo Lili Marleen sino también Bombas sobre Inglaterra. Ah, al empezar, el director artístico de la Radiodifusión de la Alemania del Noroeste soltaba algo muy solemne; era un tal Dr. Pleister, al que los críticos llamaron luego «Dr. Plasta». Y había una locutora que, con su vestidito de flores, resultaba casi tímida y sonreía a todos, sobre todo a mí.

Era Irene Koss, que nos emparejó de ese modo, porque, en el enjambre de personas que se había formado ante la tienda de radio, Gundel estaba casualmente a mi lado. A Gundel le gustaba todo lo que se veía en el espejo mágico. El cuento de Navidad la conmovió hasta las lágrimas. Aplaudió a rabiar todas las tretas de Max y Moritz. Sin embargo, cuando, después de las noticias de actualidad —no sé ya qué dieron, salvo el mensaje del Papa—, me armé de valor y le dije: «¿Se ha dado cuenta, señorita, de que se parece usted muchísimo a la locutora?», sólo se le ocurrió un impertinente: «No que yo sepa».

Sin embargo, al día siguiente nos encontramos, sin haber quedado, ante el escaparate de nuevo asediado por la gente, ya a primeras horas de la tarde. Ella aguantó bien, aunque la transmisión del partido entre el F.C. St. Pauli y el Hamborn 07 le resultó aburrida. Por la noche vimos el programa, sólo a causa de la locutora. Y entretanto tuve suerte: Gundel, «para calentarse», aceptó mi invitación a un café. Me dijo que era refugiada de Silesia y trabajaba en Salamander. Yo, que entonces tenía planes ambiciosos y quería ser director o, por lo menos, actor de teatro, reconocí que, por desgracia, tenía que ayudar en el restaurante de mi padre, que iba más bien mal, y que en el fondo estaba sin trabajo, aunque lleno de ideas. «No sólo fantasías», le aseguré.

Después del noticiario vimos ante la tienda de radio una emisión, que nos pareció graciosa, sobre la preparación de bizcochos de Navidad. El amasado iba enmarcado por las humorísticas contribuciones de Peter Frankenfeld, que se hizo popular más tarde con su emisión de búsqueda de talentos titulada «El que quiere puede». Además, nos divertimos con Ilse Werner, que cantaba y silbaba, y sobre todo con la niña prodigio Cornelia Froboess, una mocosa berlinesa que, se hizo famosa con la pegadiza canción Llévate el bañador.

Y así seguimos. Nos encontrábamos ante el escaparate. Pronto empezamos a mirar cogidos de la mano. Pero la cosa no pasó de ahí. Sólo empezado el nuevo año presenté a Gundel a mi padre. A él le gustó el vivo retrato de la locutora Irene Koss, y a ella le gustó aquel restaurante situado en la linde del bosque. Para no hacer larga la historia: Gundel trajo vida al mal administrado Cántaro de la Landa. Supo convencer a mi padre, achicado desde la muerte de mi madre, pedir un crédito y poner en la gran sala un televisor, no un aparatito de mesa, sino el enorme trasto de Philips, una adquisición que valió la pena. Desde mayo, noche tras noche, en el Cántaro de la Landa no había ni una mesa ni una silla libre. Venían huéspedes desde lejos, porque el número de televisores privados siguió siendo escaso durante mucho tiempo.

Pronto tuvimos una clientela fiel, que no se limitaba a mirar, sino que consumía también a modo. Y cuando se hizo famoso Clemens Wilmenrod, el cocinero de la televisión, Gundel, que ahora no vendía ya zapatos sino que era mi prometida, copió sus recetas para enriquecer la carta, antes francamente monótona, del Cántaro de la Landa. A partir del otoño del cincuenta y cuatro —entretanto nos habíamos casado— la serie de La familia Schölermann atrajo cada vez más público. Y vivimos con nuestros huéspedes las vicisitudes de la pantalla, como si aquella familia televisiva se nos contagiara y fuéramos también los Schölermann, es decir, como se oía decir a menudo despectivamente, alemanes medios. Sí, es cierto. Hemos tenido dos hijos y un tercero está en camino. A los dos nos molestan algo nuestros kilos de más. Verdad es que he guardado entre naftalina mis planes ambiciosos, pero no estoy descontento de mi papel subalterno. Porque es Gundel quien —imitando aplicadamente a los Schölermann— lleva ahora el Cántaro de la Landa, también como pensión. Como muchos refugiados que tuvieron que empezar desde el principio, ella no para. Y nuestros huéspedes dicen: la Gundel sabe lo que quiere.

Mi siglo
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