1954

Es verdad que no estuve en Berna, pero por la radio, que aquel día se vio asediada en mi cuarto de estudiante de Múnich por los de económicas, viví el pase de Schäfer dentro del área de penalti húngara. Incluso hoy, jefe entrado en años pero todavía activo de una empresa de consultores con sede en Luxemburgo, me parece ver cómo Helmut Rahn, al que todos llamaban Boss, recibe el cuero sin dejar de correr. Luego chuta sin pararse; no, dribla a dos contrarios que lo atacan, deja atrás a dos defensas más y, con el pie izquierdo, sacude el bombazo, desde más de quince metros de distancia, en el ángulo inferior izquierda de la puerta. Imparable para Grosics. Fue cinco o seis minutos antes del final: 3 a 2. Y los húngaros arremeten. Tras un buen centro de Kocsis, remata Puskas. Pero no le dan el gol. Sus protestas no sirven de nada. Al parecer, el mayor del Honvéd (el ejército húngaro), estaba fuera de juego. En el último minuto Czibor avanza con el balón y dispara en ángulo desde siete u ocho metros, pero Toni Turek se tira en plancha y para con ambas manos. Los húngaros ponen el balón en juego. Y entonces Mister Ling pita el final del partido. Somos campeones del mundo, se lo hemos demostrado, aquí estamos otra vez, no somos ya los vencidos, cantamos bajo los paraguas en el estadio de Berna, lo mismo que, apiñados en torno a la radio en mi residencia de Múnich, rugimos «Deutschland, Deutschland über alles!».

Sin embargo, mi historia no acaba ahí. En realidad es ahora cuando empieza. Porque mis héroes de aquel 4 de julio no se llamaban Czibor ni Rahn, Hidegkúti ni Morlock; no, durante decenios, aunque inútilmente, me he preocupado, como economista y asesor de inversiones, en definitiva desde mi puesto en Luxemburgo, del bienestar económico de mis ídolos Fritz Walter y Ferenc Puskas. Sin embargo, ellos no querían que los ayudara. Mi deseo de tender puentes por encima de todo nacionalismo fue inútil. Al contrario, después de aquel gran partido los dos fueron enemigos acérrimos, porque el mayor húngaro acusaba al goleador alemán de megalomanía teutónica y hasta de doping. Al parecer dijo que «jugaban echando espuma por la boca». Sólo años más tarde, cuando había sido contratado por el Real Madrid pero seguía sin poder jugar en campos de fútbol alemanes, se avino a disculparse por escrito, de forma que, en realidad, nada se hubiera opuesto ya a una relación comercial entre Walter y Puskas; y mi empresa trató enseguida de mediar como asesora.

¡Penas de amor perdidas! Es cierto que a Fritz Walter lo condecoraron y que fue llamado el Rey de Betzenberg, pero sus servicios publicitarios, demasiado subvalorados, para Adidas y para una cava de vino espumoso, que incluso podían utilizar su nombre en determinados productos —por ejemplo, «la bebida de honor de Fritz Walter»— fueron mal pagados; sólo cuando su best-seller sobre Sepp Herberger, llamado Bundessepp, entrenador del equipo, y la victoria imperecedera en el mundial le produjo buenos ingresos pudo abrir en Kaiserslautern, cerca de las ruinas del castillo, un sencillo cine con quinielas y lotería en el vestíbulo. Lamentable en realidad, porque no sacaba mucho. En cambio, a principios de los cincuenta hubiera podido hacer fortuna en España. El Atlético de Madrid envió para captarlo a alguien con un cuarto de millón de señal en un maletín. Pero el modesto, siempre demasiado modesto Fritz lo rechazó: quería vivir en el Palatinado y ser rey allí, sólo allí.

Muy distinto fue el caso de Puskas. Después de la sangrienta sublevación húngara se quedó en Occidente, porque estaba de viaje en Sudamérica con el equipo nacional, renunció a su acreditado restorán de Budapest y adquirió luego la nacionalidad española. No tuvo dificultades con el régimen de Franco, porque de Hungría, en donde el partido en el poder —lo mismo que los checos a su Zátopek— lo había exaltado como «héroe del Socialismo», había traído las experiencias del caso. Durante siete años jugó con el Real Madrid e hizo millones, que metió en una fábrica de embutidos: las Salchichas Puskas se exportaban incluso al extranjero. Y, de paso, aquel comilón, que siempre tuvo que combatir el exceso de peso, tenía un restorán para gourmets: el Pancho Puskas.

Es cierto que mis dos ídolos se comercializaron, pero no supieron aunar sus intereses y venderse, por decirlo así, en envase doble. Ni yo ni mi empresa especializada en fusiones conseguimos hacer socios al muchacho ex obrero de un suburbio de Budapest y al ex meritorio de un banco del Palatinado, por ejemplo ofreciendo las salchichas del mayor Puskas con el mejor cava Coronación de Fritz Walter, y reconciliando así de forma rentable al héroe de provincias con el ciudadano del mundo. Desconfiando de toda fusión, los dos se negaron o hicieron que otros se negaran por ellos.

El mayor del Honvéd sigue pensando al parecer que aquella vez, en Berna, no estaba fuera de juego y puso el marcador en 3 a 3. Posiblemente cree que Mister Ling, el árbitro, se vengó porque un año antes Hungría había conseguido, en el sagrado estadio de Wembley, infligir a Inglaterra su primera derrota en casa: los magiares ganaron por 6 a 3. Y la secretaria de Fritz Walter, que protegía implacablemente al Rey de Betzenberg, se negó incluso a aceptar de mí como regalo un salchichón Puskas que le ofrecí en persona. Un fracaso que sigo rumiando. Sin duda por eso me acomete a veces una idea: qué hubiera sido del fútbol alemán si el árbitro, cuando Puskas marcó, no hubiera pitado «fuera de juego», nos hubiéramos quedado atrás en la prórroga o hubiéramos perdido el inevitable partido de repetición, y nos hubiéramos ido nuevamente vencidos y no como campeones del mundo…

Mi siglo
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