1965
Echando una ojeada al retrovisor, devorar kilómetros otra vez. De camino entre Passau y Kiel. Hacer escala en todas partes. Para cazar votos. Al volante de nuestro DKW alquilado va Gustav Steffen, estudiante de Münster que, como no es de una familia demasiado distinguida sino que se ha criado en un ambiente católico proletario —su padre estaba antes en el Centro—, tuvo que hacer el bachillerato nocturno, por la segunda vía de acceso, de aprendiz de mecánico y ahora, porque, igual que yo, quiere hacer propaganda por los socialdemócratas, sensata y puntualmente —«nosotros somos distintos. ¡No llegamos tarde!»— va marcando los plazos de nuestra gira electoral: ayer en Maguncia, hoy a Würzburg. Muchas iglesias y campanas. Un nido de oscurantismo con algunos claros en los márgenes…
Y entonces aparcamos ante las naves de la planta metalúrgica. Como dependo del espejo retrovisor, leo el letrero de una pancarta que los muchachos, siempre correctamente peinados, de la Unión Juvenil sostienen en alto como mensaje de Pascua, primero invertido y luego al derecho: «¿Qué se le ha perdido a un ateo en la ciudad de San Kilian?», y sólo en la sala abarrotada, cuyas primeras filas ocupan estudiantes de corporaciones, reconocibles por los adornos del reloj, encuentro una respuesta apaciguadora para los siseos generalizados —«¡busco a Tilman Riemenschneider!»—, evocando a aquel escultor y alcalde de la ciudad a quien, en la época de la Guerra de los Campesinos, el gobierno de los príncipes obispos mutiló ambas manos y que ahora, tan claramente evocado, da a mi discurso respiro, párrafo tras párrafo, y posiblemente audiencia: «¡A ti te canto, Democracia!»… Walt Whitman, ligeramente modificado a efectos electorales…
Lo que no se puede ver en el retrovisor, sino sólo en el recuerdo: el viaje lo han organizado estudiantes de la Federación Socialdemócrata Universitaria y de la Federación de Estudiantes Liberales que, en Colonia, Hamburgo o Tubinga, eran grupos dispersos y a los que yo, cuando todo era sólo un plan que despertaba esperanzas, cociné en la Niedstrasse del barrio de Friedenau una conspiradora sopa de lentejas. Hasta entonces, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) no sospechaba su inmerecida suerte, pero luego, cuando salimos de viaje, encontró al menos logrado nuestro cartel, aquel gallo mío que cantaba «Es-Pe-De». También sorprendió a los compañeros el que, aunque cobrábamos la entrada, las salas estuvieran de bote en bote. Sólo en lo que se refiere al contenido no les gustaron algunas cosas, por ejemplo mi reivindicación, citada por todas partes, de que se reconociera de una vez la frontera Oder-Neisse, es decir, que se renunciara expresamente a la Prusia oriental, Silesia, Pomerania y —lo que me dolía especialmente— Danzig. Eso iba más allá de todas las decisiones del partido, lo mismo que mi polémica contra el párrafo 218; sin embargo decían: por otra parte, se veían muchos votantes jóvenes, por ejemplo en Múnich…
Hoy, el Circo Krone, con sus tres mil quinientos asientos, está a reventar. Contra los siseos, también aquí epidémicos, de una pandilla de extrema derecha, ayuda mi poema de circunstancias El efecto caldera de vapor, que siempre, y también aquí, sirve para crear ambiente: «… Mirad a esa gente que sisea al unísono. Siseoman, siseoplex, siseophil, sisear los iguala, cuesta poco y calienta. Pero alguien costeó esa élite ingeniosa y siseante…». Qué suerte ver en el Circo Krone por el retrovisor a amigos, entre ellos algunos que han muerto. Hans Werner Richter, mi padre literario, que antes de salir yo de viaje se mostraba escéptico, pero luego me dijo:
—Hazlo. Yo he dejado ya atrás todo eso. El Círculo de Grünwald, la lucha contra la muerte nuclear. Ahora tienes que gastarte tú…
No, querido amigo, nada de desgaste. Aprendo, exploro el aire tanto tiempo viciado, sigo la huella del caracol. Voy a comarcas en que todavía hace estragos la Guerra de los Treinta Años; ahora, por ejemplo, a Cloppenburg, más negra que Vilshofen o Biberach junto al Riss. Gustav Steffen nos lleva silbando por la plana Münsterland. Vacas, por todas partes vacas, que en el espejo retrovisor se multiplican y plantean la cuestión de si en este país hasta las vacas son católicas. Y cada vez más tractores totalmente cargados que, como nosotros, se dirigen a Cloppenburg. Son familias numerosas de aldeanos que quieren estar presentes cuando, en la sala de Münsterland que hemos alquilado, hable el Diablo en persona…
Dos horas necesito para el discurso Hay que elegir, que normalmente pasa veloz en menos de una hora. Hubiera podido entonar también, con la partitura delante, mi Panegírico a Willy o El traje nuevo del Emperador, pero ni una lectura del Nuevo Testamento hubiera acallado aquel tumulto. Reacciono al lanzamiento de huevos aludiendo a subvenciones «desperdiciadas» en la agricultura. Aquí no sisean. Actúan más contundentemente. Algunos hijos de campesinos que me tiraron huevos con puntería y me dieron me invitarán cuatro años más tarde, ya jóvenes socialistas conversos, a una segunda gira en Cloppenburg; sin embargo, esa vez exhorto a los lanzadores de huevos con sabiduría católica de cenagosa profundidad: «¡No hagáis eso, muchachos! Si no, el próximo sábado tendréis que confesárselo al cura…».
Cuando dejamos el lugar de los hechos, obsequiados con un cesto de huevos —la comarca que rodea a Vechta y Cloppenburg es conocida por sus granjas avícolas pletóricas— y yo, bastante manchado, hago de copiloto, Gustav Steffen, que pocos años más tarde perdió la vida, tan joven aún, en un accidente de tráfico, dijo:
—Seguro que la elección saldrá mal. Pero se han conseguido votos.
De vuelta a Berlín, mientras yo dormía como un leño, la puerta de nuestra casa ardió, asustando a Anna y los niños. Desde entonces en Alemania han cambiado algunas cosas, salvo en materia de incendios provocados.