1971
De verdad, se podría escribir una novela. Era mi mejor amiga. Habíamos imaginado las cosas más disparatadas, incluso peligrosas, pero no aquella desgracia. La cosa empezó cuando por todas partes abrieron discotecas y yo, que en realidad prefería ir a conciertos y aprovechaba mucho el abono teatral de mi madre, que ya entonces tenía achaques, convencí a Uschi para que probara conmigo algo distinto. Sólo echaremos una ojeada, nos dijimos, pero nos quedamos en la primera discoteca en que entramos.
Uschi tenía un aspecto gracioso, con el pelo rojizo y rizado, y pecas en la naricilla. Y había que ver cómo hablaba en suabo, ¿eh? Un poco impertinente, pero siempre con gracia. Era envidiable su forma de ligar con los chicos, pero sin dejarse arrastrar a nada serio, pensaba yo, y a veces me sentía junto a Uschi como una patosa sin gracia que daba mucha importancia a cada palabra.
Y sin embargo, ¡cómo me dejaba atronar los oídos!: «Hold that train…». Naturalmente, Bob Dylan. Pero también Santana, Deep Purple. Nos gustaba sobre todo Pink Floyd. ¡cómo nos excitaba! «Atom Heart Mother…» Sin embargo, Uschi prefería a Steppenwolf —«Born to be wild…». Entonces podía dejarse llevar por completo, algo que yo no conseguía del todo.
No, realmente exagerado no fue nunca. Un porro pasado de mano en mano; otro, no más. Y, sinceramente, ¿quién no se fumaba entonces un canuto alguna vez? No se podía hablar de verdadero peligro. De todas formas, en mi caso, el umbral de inhibiciones era demasiado alto; me faltaba poco para pasar mi examen final de azafata y pronto me destinaron a vuelos interiores, de forma que casi no me quedaba tiempo para discotecas y perdí a Uschi un poco de vista, lo que sin duda fue de lamentar, pero inevitable, sobre todo porque desde agosto del setenta comencé a volar con más frecuencia a Londres con la BEA y venía cada vez menos a Stuttgart, en donde, como mi madre estaba realmente cada vez más decrépita y me esperaban problemas muy distintos, sobre todo porque mi padre… Pero dejemos eso.
En cualquier caso, durante mi ausencia, Uschi debió de dedicarse a cosas más fuertes, probablemente mierda del Nepal. Y luego, de pronto, se pasó a la aguja y empezó a meterse heroína. Yo me enteré de todo el proceso demasiado tarde, a través de sus padres, que eran realmente simpáticos y discretos. La situación de Uschi empeoró de veras al quedarse embarazada, sin saber siquiera de quién. Hay que decirlo. Fue una desgracia para ella, porque la chica estaba todavía estudiando en la escuela de interpretación, pero en realidad se hubiera hecho con gusto azafata como yo. «¡Viajar mucho, ver mundo!» Dios santo, qué idea tan infantil tenía de mi profesión, que es tan dura, especialmente en los vuelos de larga distancia. Pero Uschi seguía siendo mi mejor amiga. Y por eso la animaba: «Quizá lo consigas, todavía eres joven, ¿eh?…».
Y entonces ocurrió aquello. Aunque Uschi quería tener el niño, se decidió a abortar a causa de su adicción a la heroína y fue de médico en médico, naturalmente en vano. Cuando quise ayudarla, enviarla a Londres, porque allí se podía hacer algo hasta el tercer mes con un billete de mil y, más tarde también, con un pequeño suplemento, y, a través de una compañera, conocí direcciones, por ejemplo el Nursing Home de Cross Road, y ofrecí a Uschi además el vuelo de ida y vuelta y, lógicamente, los gastos y la estancia, ella quería y no quería y, lo que desde luego no fue por mi culpa, se volvió de trato cada vez más difícil.
Luego se hizo provocar un aborto, en algún lugar de los Alpes suabos, por un curandero (al parecer era un matrimonio, él con un ojo de cristal). Debió de ser realmente algo muy radical, con una solución de jabón de lavar y una enorme inyección directamente en el cuello de la matriz. No tardó mucho. Inmediatamente después del aborto, todo fue a parar a la taza del retrete. Y tiraron sencillamente de la cadena. Al parecer era un niño.
Todo aquello destruyó a Uschi más que la heroína. No, hay que partir de la base de que las dos cosas, la aguja, de la que no se libró, y aquella horrible visita a los fabricantes de angelitos, llevaron a la muchacha hasta el límite. Y, sin embargo, trató de luchar con valentía. Pero no quedó realmente «limpia» hasta que por fin conseguí, por medio de la Deutscher Paritätischer Wohlfahrtverband, una dirección en el campo, cerca del lago de Constanza. Una aldea terapéutica; no, en realidad se trataba de una granja más bien grande, en la que un grupo de antropósofos realmente simpáticos estaba creando algo así como un centro terapéutico y trataban de apartar de la aguja a un primer grupo de drogadictos, utilizando los métodos de Rudolf Steiner, es decir, euritmia terapéutica, pintura, cría de hortalizas biológicodinámica y la correspondiente cría de animales.
Metí allí a Uschi. El sitio no le disgustó. Volvió a reírse un poco y revivió realmente, aunque en la granja, por otros conceptos, las condiciones eran extremas. Continuamente se escapaban las vacas. Lo pisoteaban todo. ¡Y qué retretes! Faltaba lo más necesario, porque el parlamento regional de Stuttgart denegaba toda subvención. Y también por otros motivos muchas cosas salían mal, sobre todo en la terapia de grupos. Pero eso no molestaba a Uschi. Se limitaba a reírse. Incluso cuando el edificio principal del sanatorio se quemó, porque, como se descubrió más tarde, unos ratones habían hecho su nido acumulando paja en una chimenea oculta, por lo que se produjo primero un fuego sin llama y finalmente un incendio abierto, ella se quedó allí, ayudó a construir alojamientos de urgencia en el granero y todo fue realmente bien, hasta que, bueno, en una de esas revistas ilustradas apareció en grandes titulares: «¡Hemos abortado!».
Por desgracia, fui yo quien, uno de los días de visita, llevé aquel reportaje abundantemente ilustrado y de cubierta llamativa, porque creí que podría ayudar a la chica saber que varios centenares de mujeres, entre ellas muchas famosas, lo habían reconocido con su foto de pasaporte: Sabine Sinjen, Romy Schneider, Senta Berger, etcétera, grandes estrellas del cine que figuraban en la lista de celebridades. Naturalmente, el fiscal hubiera tenido que actuar, porque se trataba de algo delictivo. Al parecer lo hizo. Sin embargo, a las mujeres que habían confesado no les pasó nada. Eran demasiado famosas. Las cosas son así. Pero mi Uschi se puso «realmente high», como dijo, y quiso participar en aquella campaña, por lo que escribió al jefe de redacción, enviándole su foto de pasaporte y su currículo. Enseguida llegó el rechazo. La detallada descripción hecha por Uschi —heroína y curandero— era un caso demasiado extremo. Publicar algo tan llamativo hubiera perjudicado a la buena causa, dijeron. Tal vez más adelante. La lucha contra el párrafo 218 no había terminado, ni mucho menos.
Para subirse por las paredes. Aquella rutina fría. Para Uschi fue excesivo. Pocos días después del rechazo desapareció. La buscamos por todas partes. Sus padres y yo. En cuanto me lo permitía mi trabajo, me ponía a ello, recorriendo discoteca tras discoteca. Pero la chica había desaparecido y siguió así. Y cuando, finalmente, la encontraron en la estación central de Stuttgart, estaba caída en los servicios de mujeres. La sobredosis habitual, el «pico de oro», como suele llamarse.
Naturalmente me hago reproches, todavía hoy. Al fin y al cabo era mi mejor amiga. Hubiera debido cogerla de la mano, llevarla en avión a Londres, depositarla en Cross Road, pagar de antemano, ir a buscarla luego, recogerla, apoyarla moralmente, ¿eh, Uschi? Y, en realidad, nuestra hijita hubiera debido llamarse Uschi, Úrsula, pero mi marido, que es muy comprensivo y se ocupa de nuestra hija de una forma conmovedora, porque yo sigo volando con la BEA, opinó que era mejor que yo escribiera sobre Uschi…