1968

El seminario parecía haber recuperado la calma, pero yo seguía inquieto. Apenas había logrado, gracias a una autoridad cautamente transmitida, interpretar aquel poema de la cabaña como eco tardío de la «Fuga de muerte» y un desafío al importante, pero también personificado como muerte, «Maestro de Alemania», me sentí de nuevo insistentemente puesto en tela de juicio: ¿qué fue lo que, inmediatamente después de la Pascua del año siguiente, te expulsó de Friburgo? ¿Qué viraje hizo que tú, que hasta entonces habías escuchado el silencio entre las palabras y te habías dejado arrastrar a lo sublimemente fragmentario, al paulatino enmudecimiento de Hölderlin, te convirtieras en un sesentayochista radical?

Sin duda, si no fue, tardíamente, el asesinato del estudiante Benno Ohnesorg, con toda seguridad fue el atentado contra Rudi Dutschke lo que, al menos verbalmente, te convirtió en revolucionario, haciéndote renunciar a la jerga de la autenticidad y comenzar a discurrir en otra jerga, la de la dialéctica. Algo así me dije, aunque no estaba seguro de las razones profundas de mi cambio de lenguaje, y traté, mientras mi seminario de los miércoles se entretenía sólo, de calmar aquel tumulto súbito de mis errores.

En cualquier caso —de momento—, rompí en Francfort con la germanística y, como para demostrar mi nuevo viraje, me matriculé en sociología. De forma que escuché a Habermas y Adorno, al que —yo, muy pronto, como miembro de la Federación de Estudiantes Alemanes Socialistas— apenas dejábamos hablar, ya que para nosotros era una autoridad discutible. Y como, por todas partes y en Francfort de forma especialmente vehemente, los estudiantes se rebelaban contra sus maestros, se llegó a ocupar la universidad, que, sin embargo, cuando Adorno, el gran Adorno, se vio obligado a llamar a la policía, pronto fue despejada. Uno de nuestros oradores más dotados, cuya elocuencia cautivó incluso al Maestro de la Negación, concretamente Hans-Jürgen Krahl, quien por cierto pocos años antes había pertenecido a la Federación fascista de Ludendorff y luego a la reaccionaria Unión Juvenil, y ahora, después de un viraje absoluto, se consideraba sucesor directo de Dutschke y autoridad contra el poder, ese Krahl fue detenido, pero unos días más tarde estaba otra vez en libertad y actuando enseguida, ya fuera contra las leyes de emergencia o contra su maestro, sumamente respetado a pesar de todo. Por ejemplo, el último día de la Feria del Libro, 23 de septiembre, cuando una mesa redonda en la Casa Gallus, en la que en el noventa y cinco había concluido el primer proceso de Auschwitz, una mesa redonda de la que en definitiva fue Adorno la víctima, amenazó naufragar en turbulencias.

¡Qué época más apasionada! Suspendido en mi seminario en calma chicha e irritado sólo por las preguntas provocadoras de una jovencita especialmente obstinada, traté de saltarme la huida de aquellos treinta años ya vividos e involucrarme en un debate que se convirtió en tribunal. ¡Qué placer hacer uso de la palabra violenta! También, entre la multitud, yo interrumpía, encontraba palabras desgarradoras, creía tener que superar el celo de Krahl, me dedicaba con él y con otros a desnudar por completo, lo que conseguimos, al maestro de la dialéctica que, con su cabeza esférica, todo lo descomponía en contradicciones y que ahora, perplejo y desconcertado, guardaba silencio. A los pies del catedrático se sentaban, muy apiñadas, unas estudiantes que, poco antes, habían desnudado ante él sus pechos, obligándolo a interrumpir su clase. Ahora querían verlo desnudo a él, el sensible. Él, terso y rechoncho, que vestía de forma cuidada y burguesa, debía ser, por decirlo así, despojado de sus envolturas. Más delicado aún: tenía que desechar, prenda a prenda, la teoría que lo protegía y —tal como Krahl y otros demandaban— permitir la utilización de su autoridad recién despedazada, en su estado pobremente remendado, al servicio de la revolución. Decían que tenía que ser útil. Lo necesitaban aún. Pronto, en la marcha desde todas partes sobre Bonn. Frente a la clase dominante, se veían obligados a sacar provecho de su autoridad. Sin embargo, en principio, había que eliminarlo.

Eso último lo grité yo sin duda. ¿O quién o qué lo gritó por mi boca? ¿Qué fue lo que me hizo gritar a favor de la violencia? En cuanto volvieron a resurgir los rostros de mis estudiantes que, en el seminario actual sobre Celan, se ganaban sus calificaciones con celo moderado, dudé de mi radicalismo de entonces. Quizá sólo queríamos, quería gastar una broma. O estaba confuso y había entendido mal alguna frase demasiado sutil, como la de la tolerancia represiva, lo mismo que en otro tiempo había interpretado mal el veredicto del Maestro contra todo olvido del ser.

A Krahl, considerado el discípulo más dotado de Adorno, le gustaba tender el lazo final en amplios círculos, y agudizar al máximo los conceptos que un momento antes todavía eran romos. Desde luego, se podían escuchar también voces en contra. Por ejemplo la de Habermas, que, sin embargo, desde el congreso de Hanóver, con su advertencia siempre latente sobre el amenazante fascismo de izquierdas, se había hundido para nosotros. O aquel escritor bigotudo que se había vendido al Es-Pe-De y ahora creía poder reprocharnos un «accionismo ciego y rabioso». La sala rugió. Y tengo que admitir que yo también rugí. Sin embargo, ¿qué me movió a dejar antes de tiempo aquella sala abarrotada? ¿Fue falta de radicalismo? ¿Acaso no podía soportar ya la vista de Krahl que, como era tuerto, llevaba siempre gafas de sol? ¿O bien evité la imagen dolorosa que ofrecía el humillado Adorno?

Cerca de la salida de la sala, donde seguía habiendo un público muy apretado, un señor de edad y, evidentemente, visitante de la Feria del Libro, me habló con ligero acento:

—Qué tonterías ha dicho usted. En mi país, en Praga, desde hace un mes hay tanques soviéticos por todas partes, y ustedes desbarran aquí sobre el proceso de aprendizaje colectivo del pueblo. Vengan rápidamente a la hermosa Bohemia. Allí podrá ver en un «colectivo» qué es poder y qué es impotencia. No sabéis nada, pero os las dais de sabihondos…

—Ah sí —dije de pronto por encima de mis estudiantes, que, asustados, levantaron la vista de su interpretación textual de los dos poemas—, a finales del verano del sesenta y ocho sucedió también otra cosa. Checoslovaquia fue ocupada y en la ocupación participaron soldados alemanes. Y apenas un año más tarde Adorno murió: fallo cardíaco, dijeron. Por lo demás, Krahl se mató en febrero de 1970 en un accidente de tráfico. Y en París, en ese mismo año, sin haber recibido de Heidegger la palabra que había esperado, Paul Celan tiró al agua desde un puente lo que le quedaba de vida. No sabemos el día exacto…

Luego mi seminario de los miércoles se dispersó. Sólo la estudiante consabida siguió sentada. Como, al parecer, no tenía más preguntas, yo también me quedé callado. Sin duda, le bastaba con estar un rato conmigo a solas. De modo que guardamos silencio. Únicamente cuando se fue le quedaban todavía dos frases:

—Me voy —dijo—. De todas formas, de usted no se puede esperar ya nada.

Mi siglo
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