1969
Debió de ser una época estupenda, aunque entonces me consideraran difícil. Continuamente decían: «Carmen es difícil» o «especialmente difícil», o «Carmen es una niña con problemas». Y no sólo porque mi madre viviera en trámites de divorcio y mi padre estuviera casi siempre muy lejos, haciendo montajes. Sin embargo, en nuestro kinderladen, nuestra guardería alternativa, había otros niños con problemas, incluso algunos que, en realidad, hubieran debido ser adultos, por ejemplo nuestros estudiantes de la universidad del Ruhr, que en un principio abrieron la guardería sólo para las estudiantes que educaban solas a sus hijos, y que querían manejarlo todo, absolutamente todo, de forma antiautoritaria, incluso con los hijos de proletarios, como nos llamaban a nosotros cuando entramos también. Eso produjo al principio jaleos, porque estábamos acostumbrados a una mano más bien dura, y nuestros padres, por supuesto, también. Sólo mi madre, que luego limpiaba aquellas dos habitaciones, que debían de haber sido oficinas o algo así, porque las estudiantes madres eran demasiado delicadas para hacerlo, dijo al parecer a otras madres de la vecindad: «Dejad a los rojos, para que prueben cómo funciona algo así», porque en Bochum el grupo de iniciativas que había querido que el kinderladen fuera también para los hijos de los llamados «desaventajados» era muy de izquierdas, y por eso siempre se producían «fraccionamientos», como los llamaban, y las asambleas de padres, que casi siempre duraban hasta pasada la medianoche, corrían una y otra vez el riesgo de disolverse definitivamente, como mi madre me contaba.
Sin embargo, en aquella época reinaba, al parecer por todas partes y no sólo entre los niños, una especie de caos. En la sociedad, adondequiera que se mirase, había jaleo. Y además estábamos en campaña electoral. Sin embargo, delante de nuestra guardería colgaba una pancarta en la que, como recuerda aún mi madre, se podía leer: «¡Lucha de clases y no de partidos!». Así que la tuvimos. Todo el tiempo había peleas, porque todos, especialmente nosotros, hijos de proletarios, queríamos los juguetes que los estudiantes de izquierdas habían reunido para nuestra guardería. Sobre todo yo, según mi madre, debía cogerlo todo para mí. Sin embargo, por lo demás no nos enteramos apenas de la campaña electoral. Sólo una vez nos llevaron nuestros estudiantes a una manifestación, delante mismo de la universidad, que era un bloque enorme de cemento. Y allí tuvimos que gritar con los demás: «¡Alguien nos ha traicionado! ¡El SPD es el malvado!». Sin embargo, fue el SPD quien, con su Willy Brandt, ganó más o menos las elecciones. De eso los niños no nos enteramos, naturalmente, porque en la televisión se vio todo el verano algo totalmente distinto: el primer alunizaje. Para nosotros, que en nuestra casa o en la de la señora Pietzke, la vecina, mirábamos la tele, aquello era mucho más interesante que lo que pasaba en la campaña electoral. Y por eso, con grandes lápices de colores y colores de tubo, que podía coger, de forma absolutamente antiautoritaria, quien quisiera, pintamos en todas las paredes del kinderladen algo parecido al alunizaje. Naturalmente, los dos hombrecitos en la luna, con sus cómicos trajes. Y además el módulo lunar, que se llamaba Eagle, es decir, águila. Debió de ser realmente divertido. Sin embargo, yo, como niña con problemas, fui al parecer motivo de jaleo otra vez en la asamblea de padres, porque no sólo garrapateé en la pared a los dos hombrecitos —Armstrong y Aldrin se llamaban— y los pintarrajeé de colores, sino que también, como había visto muy bien en la tele, también la bandera americana, con muchas barras y estrellas, que ahora ondeaba en la luna. Aquello les sentó mal a nuestros estudiantes, claro, por lo menos a los más de izquierdas. ¡Se imponía una gran acción pedagógica! Pero las buenas palabras no sirvieron conmigo. Y mi madre recuerda que sólo una minoría, concretamente los estudiantes simplemente antiautoritarios, que no eran maoístas ni nada revolucionario, votaron en contra cuando en el consejo de padres se decidió que mi pintura, es decir, Stars and Stripes, como dice siempre mi madre, se borrase por completo de la pared del kinderladen. No, no lloré ni un poquito siquiera. Sin embargo, debí de mostrarme muy cabezota cuando uno de los estudiantes —exacto, ese que es ahora en Bonn algo así como secretario de Estado— me quiso convencer para que plantara en la luna una bandera roja como un tomate. No quise. No estaba dispuesta. No, no tenía nada contra lo rojo. Sólo que en la televisión no había sido roja sino aquella otra… Entonces, como aquel estudiante no cejaba, debí de organizar un verdadero caos, pisoteando todas las tizas y tubos, también los de los otros niños, de forma que mi madre, que limpiaba a diario la guardería y cobraba por eso de las estudiantes que eran también madres, tuvo que esforzarse mucho luego para rascar todas las manchas de color, por lo que todavía hoy, cuando se reúne con madres de entonces, les dice: «Mi Carmen era entonces una auténtica niña problemática…».
En cualquier caso, yo educaré a mis hijos, si todavía los tengo, de una forma muy distinta, es decir, normal, aunque aquel año en que se llegó a la luna y, poco después, mi madre votó a su Willy, debió de ser una época estupenda y todavía hoy sueñe yo a veces, de forma muy clara, con nuestro kinderladen.