1901
Quien busca, halla. Siempre he revuelto en los baratillos. En la Chamisso Platz, y concretamente en un comercio que, con su letrero blanco y negro, prometía antigüedades, aunque piezas de valor sólo se encontraban luego escondidas muy al fondo entre sus baratijas, se despertó mi curiosidad por objetos raros y descubrí, hacia finales de los cincuenta, tres tarjetas postales ilustradas, atadas con un bramante, cuyos motivos relucían en mate: mezquita, iglesia conmemorativa y Muro de las Lamentaciones. Mataselladas en el año cuarenta y cinco en Jerusalén, iban dirigidas a cierto Doctor Benn de Berlín, pero, en los últimos meses de la guerra, el correo —como acreditaba un sello— no había logrado encontrar al destinatario entre las ruinas de la ciudad. Una suerte que el revoltijo de Kurtchen Mühlenhaupt en el distrito de Kreuzberg les hubiera dado refugio.
El texto, entretejido de monigotes y colas de cometa, y que se extendía por las tres postales, se podía descifrar sólo con esfuerzo y decía así: «¡Cómo anda el tiempo de cabeza! Hoy, primerísimo de marzo, cuando el apenas florecido siglo se pavonea torpemente con su número “uno” y tú, bárbaro y tigre mío, buscas ansioso carne en junglas lejanas, papá Schüler me cogió con su mano acariciadora para subir conmigo y con mi corazón de cristal al tren elevado de Barmen a Elberfeld, en su viaje inaugural. ¡Por encima del negro río Wupper! Es un dragón duro como el acero, que con sus mil patas tuerce y se retuerce sobre un río que los tintoreros, devotos de la Biblia, ennegrecen por un sueldo ridículo con sus tintes residuales. Y continuamente vuela por los aires la barquilla del tren, mientras el dragón avanza sobre sus pesadas patas anulares. Ah, si pudieras, mi Giselher, junto a cuyos dulces labios tantas dichas me estremecieron, estar conmigo, tu Sulamita… ¿o debiera ser el príncipe Yusuf?, y volar así sobre el río Estigio, que es el otro Wupper, hasta rejuvenecernos, juntarnos y extinguirnos en la caída. Pero no, estoy a salvo en Tierra Santa y vivo totalmente prometida al Mesías, mientras que tú sigues perdido y has renegado de mí, traidor de rostro duro, bárbaro como eres. ¡Ay dolor! ¿Ves el cisne negro sobre el negro Wupper? ¿Oyes mi canción, plañideramente entonada en el piano azul? Ahora tenemos que bajar, dice papá Schüler a su Else. En la tierra fui casi siempre una niña obediente…».
Sin duda se sabe que Else Schüler, el día en que se inauguró ceremoniosamente para uso público el primer tramo, de cuatro kilómetros y medio de longitud, del tren elevado de Wuppertal no era ya una niña, sino que tenía sus treinta años, estaba casada con Berthold Lasker y, desde hacía dos años, era madre de un hijo, pero la edad se plegó siempre a sus deseos, por lo que esas tres señales de vida desde Jerusalén, dirigidas al doctor Benn, y franqueadas y enviadas poco antes de la muerte de ella, estaban de todos modos mejor informadas.
No regateé mucho, pagué por las postales otra vez atadas un precio exagerado, y Kurtchen Mühlenhaupt, cuyo baratillo tenía siempre algo especial, me guiñó un ojo.