1922
¡Qué más quieren que les diga! Ustedes los periodistas siempre saben más de todas formas. ¿La verdad? He dicho lo que había que decir. Pero a mí no me cree nadie. «Está en paro y tiene mala reputación», hicieron constar en las actas del tribunal. «Ese Theodor Brüdigam es un confidente», dijeron, «a sueldo de los socialdemócratas y también de la Reacción». Sí señor, pero sólo pagaron a gente de la brigada Ehrhardt, que, cuando el Putsch de Kapp falló por completo y la brigada fue disuelta a la fuerza, continuaron. ¿Qué otra cosa hubieran podido hacer? ¿Cómo se puede hablar de «ilegalidad» cuando casi todo lo que hay, de todas formas, se burla de la ley y el enemigo está a la izquierda y no, como pretende el canciller Wirth, a la derecha? No, no era el capitán de corbeta Ehrhardt, sino el capitán Hoffmann el responsable de los honorarios. Y él era sin duda de la OC. En el caso de otros nunca se ha sabido bien, porque ellos mismos no saben quién pertenecía a la Organización y quién no. También de Tillessen vinieron sumas pequeñas. Es el hermano de ese Tillessen que disparó contra Erzberger y es tan católico como ese cacique del centro que ahora ha desaparecido. Tillessen anda escondido en Hungría o en algún otro lado. Sin embargo, en realidad a mí me comisionó Hoffman. Debía sonsacar para la Organización Cónsul a algunas organizaciones de izquierdas, no sólo comunistas. De pasada, me enumeró quién debía estar después de Erzberger, el traidor de noviembre. Naturalmente, el socialdemócrata Scheidemann y Rathenau, el político del «cumplimiento». También para Wirth, canciller del Reich, había planes. Es verdad, fui yo quien, en Kassel, advirtió a Scheidemann. ¿Por qué? Porque opino que, no con asesinatos sino de una forma más o menos legal, y en primer lugar en Baviera, hay que desarticular el sistema entero, derribarlo y, como Mussolini en Italia, instaurar un Estado de Orden, si es necesario con ese cabo Hitler, que es un chalado, pero un orador de masas nato y, sobre todo en Múnich, muy popular. Sin embargo, Scheidemann no quiso escucharme. De todas formas, a mí nadie me cree. Por suerte no salió bien, porque en el Habichtswald fracasó el atentado con ácido prúsico a la cara. Sí, le protegió el bigote. Suena cómico, pero así fue. Por eso no se utiliza ya ese método. Es cierto, lo encontraba repulsivo. Por eso sólo quise trabajar ya para Scheidemann y su gente. Sin embargo, los socialdemócratas no me dieron ningún crédito cuando dije: tras la Organización Cónsul está el Reichswehr, departamento de Defensa. Y, naturalmente, Helfferich, de cuyo banco proviene el dinero. Von Stinnes desde luego. Para los plutócratas eso es el chocolate del loro. En cualquier caso, Rathenau, que al fin y al cabo era también un capitalista y al que yo advertí, tuvo que sospechar lo que iba a pasar. Porque lo mismo que Helfferich, con su campaña «¡Fuera Erzberger!», puso a punto el complot: «Sólo un traidor a la patria podría estar dispuesto a negociar con el francés Foch ese ignominioso armisticio», poco antes del armisticio estigmatizó a Rathenau como «político del cumplimiento». Sin embargo, el señor Ministro no suscitaba ninguna confianza. Porque el hecho de que, en el último minuto, cuando la cosa estaba ya en marcha, quisiera sostener una conversación a solas entre los capitalistas, concretamente con Hugo Stinnes, no pudo salvarlo, porque, de todas formas, Stinnes era judío y eso bastaba. Cuando yo le dejé entrever: «Peligra especialmente cuando se dirige por las mañanas al Ministerio», él dijo arrogante, como puede ser esa nobleza del dinero judía: «Cómo voy a creerlo, mi estimado señor Brüdigam, cuando, según mis informaciones, tiene usted tan mala reputación…». No es de extrañar que más tarde, en el proceso del Fiscal General, impidiera que me citaran como testigo porque, según dijo, «era sospechoso de haber participado en el delito objeto del proceso». Es evidente que el tribunal quería mantener al margen a la OC. Sí, los instigadores debían permanecer en la oscuridad. En cualquier caso, se murmuraba de organizaciones que eran posiblemente ilegales. Sólo ese Von Salomon, un muchacho estúpido que se las daba de escritor, soltó nombres en el interrogatorio, simplemente para darse importancia. Por eso le endilgaron cinco años, aunque sólo había facilitado el conductor de Hamburgo. En cualquier caso, mis advertencias fueron inútiles. Todo pasó como en el caso Erzberger. Ya entonces los muchachos de la brigada estaban totalmente entrenados a obedecer, por lo que la O.C. pudo echar a suertes sencillamente a los autores, Schulz y Tillessen. A partir de entonces todo estuvo claro. Como deben de saber ustedes por sus propios periódicos, lo descubrieron en la Selva Negra, en donde estaba descansando. Le tendieron una emboscada durante un paseo con otro hombre del centro. De doce tiros que le dispararon, lo mató uno en la cabeza. El otro hombre, un tal Dr. Diez, resultó herido. Luego, los autores se dirigieron con mucha calma a la cercana localidad de Oppenau, en donde tomaron café en una pensión. Sin embargo, lo que no saben, señores, es que en el caso Rathenau habían echado también a suertes, como, antes del atentado, uno de los autores confesó a un sacerdote, el cual informó al canciller Wirth aunque guardó el llamado secreto de confesión y no reveló nombres. Rathenau, no obstante, no quiso creer ni al sacerdote ni a mí. Y ni siquiera por la junta directiva de Francfort de los judíos alemanes, a la que yo había informado a mi vez, se dejó convencer para adoptar las debidas precauciones y rechazó toda protección de la policía. En cualquier caso, el 24 de junio quiso que lo llevaran como siempre de su villa de Grunewald en la Königsallee, como de costumbre en coche descubierto, en dirección a la Wilhelmstrasse. Tampoco escuchó a su chófer. Por eso todo fue como de libro. Todavía en la Königsallee, como es sabido, el chófer tuvo que frenar en la esquina Erdener/Lynarstrasse, porque un coche de caballos, cuyo cochero, por cierto, no fue interrogado, atravesó la avenida. Desde el coche de turismo Mercedes Benz que los seguía hicieron nueve disparos, de los que cinco dieron en el blanco. Y, al adelantar, consiguieron colocar una granada ovoide. Los autores no estaban sólo imbuidos de espíritu militar, sino también de odio a todo lo antialemán. Techow conducía el Mercedes, Kern sabía manejar la pistola ametralladora y Fischer, que durante la huida se suicidó, arrojó la granada de mano. Sin embargo, todo ello fue posible sólo porque a mí, la persona de mala reputación, el espía Brüdigam, nadie quiso creerme. Pronto la Organización Cónsul dejó de pagar, y al año siguiente la marcha del cabo Hitler hacia el Feldherrnhalle de Múnich fracasó sangrientamente. Mi intento de avisar a Ludendorff no tuvo éxito. A pesar de que esa vez actué sin que me pagaran, porque el dinero no me ha importado nunca. De todas formas, cada día valía menos. Sólo por el bien de Alemania. Como patriota, yo… Pero nadie quiere escucharme. Ustedes tampoco.