1955

Ya el año anterior terminaron nuestra vivienda unifamiliar, financiada en parte con un contrato de ahorro-vivienda —con Wüstenrot, creo— que Papá, como funcionario, había creído poder firmar en, como él decía, «condiciones relativamente buenas». Sin embargo, la casa, en cuyas cinco habitaciones y media no sólo nos sentimos pronto a nuestras anchas las tres chicas sino también Mamá y la Abuela, había sido construida sin refugio antiaéreo, a pesar de que Papá había asegurado una y otra vez que no le importaba pagar gastos suplementarios. Durante la planificación de la construcción había escrito carta tras carta a la empresa constructora y a las autoridades competentes, acompañando a las cartas fotos de hongos atómicos sobre campos de experimentación norteamericanos y de, como él decía, «refugios provisionales relativamente incólumes» de Hiroshima y Nagasaki. Incluso había aportado bocetos un tanto torpes para construir un sótano con capacidad para seis a ocho personas, con entrada de esclusa y puerta exterior a presión, y salida de emergencia de características parecidas. Su decepción fue tanto mayor cuando aquellas, como él decía, «medidas de protección imprescindibles en la era atómica para una parte relativamente importante de la población» no merecieron atención alguna. Faltaban, dijeron las autoridades de la construcción, directrices oficiales.

Papá, sin embargo, no era enemigo declarado de la bomba atómica. La aceptaba como un mal necesario, que había que tolerar mientras la paz mundial estuviera amenazada por el poderío soviético. Sin embargo, hubiera criticado sin duda con pasión los esfuerzos posteriores del Canciller Federal por impedir toda discusión en materia de protección civil.

—Son tácticas electorales —le oigo decir—, no quiere inquietar a la población; al considerar los cañones atómicos como una simple evolución posterior de la artillería, el viejo zorro resulta incluso inteligente.

En cualquier caso, allí estaba ahora nuestra casita, a la que pronto llamaron en la vecindad La casa de las tres chicas. Se podía cultivar también el jardín. A nosotras nos dejaban ayudar a plantar árboles frutales. Entonces, no sólo Mamá sino también las niñas nos dimos cuenta de que Papá se esforzaba por reservar en la zona umbrosa del jardín un rectángulo considerable. Sólo cuando la Abuela, siguiendo su costumbre, lo interrogó de plano, reveló sus planes y confesó que estaba proyectando un búnker subterráneo y, como él decía, «relativamente económico», de acuerdo con los conocimientos más recientes de la protección civil suiza. Cuando luego, en el verano, varios periódicos publicaron detalles horripilantes sobre unas maniobras atómicas, la «Operación Carte Blanche», que se habría realizado el 20 de junio de 1955, con participación de todas las potencias occidentales, toda Alemania, y no sólo nuestra República Federal, resultó ser escenario bélico y, haciendo un cálculo aproximado, se habló de unos dos millones de muertos y tres millones y medio de heridos —sin incluir, naturalmente, a los alemanes orientales—, Papá comenzó a moverse.

Por desgracia, no se dejó ayudar en sus planes. Los problemas con las autoridades habían hecho que, como él decía, quisiera confiar «en sus propias fuerzas». Ni siquiera la Abuela pudo detenerlo. Cuando luego se supo además el peligro que representaban desde hacía años las nubes que vagaban en torno al globo, con su carga peligrosamente radiactiva que había que contar en cualquier momento con alguna precipitación, la llamada «lluvia radiactiva», y, peor aún, que ya en el cincuenta y dos se habían descubierto nubes contaminadas sobre Heidelberg y sus alrededores, es decir, exactamente encima de nosotros, no hubo quien parase a Papá. Hasta la Abuela se convenció de la necesidad de, como ella decía, «esas excavaciones», y costeó varios sacos de cemento.

Papá, sin ayuda y después de terminar su trabajo diario —era jefe de servicio en el Catastro— cavó una fosa de cuatro metros y medio. Sin ayuda consiguió, en un fin de semana, hormigonar unos cimientos redondos. También consiguió fabricar, de hormigón colado, las puertas de entrada y salida, y la cámara de esclusa. Mamá que, normalmente, era más bien parca en el elogio, lo alabó con entusiasmo. Quizá por eso Papá siguió renunciando a la ayuda cuando se trató de poner la bóveda a nuestro, como él decía, «búnker familiar antiatómico relativamente seguro», vertiendo cemento fresco. Lo consiguió también. Estaba dentro de aquella construcción de planta circular, inspeccionando el interior del búnker, cuando ocurrió la desgracia. El revestimiento cedió. Sepultado por la masa de cemento, la ayuda llegó demasiado tarde.

No, no hemos terminado su proyecto. No era sólo la Abuela quien estaba en contra. Yo, sin embargo, desde entonces he participado en las marchas antiatómicas de Pascua, lo que a Papá seguramente no le hubiera gustado. Durante años he estado en contra. E incluso en mi edad madura he ido con mis hijos a Mutlangen y Heilbronn, a causa de los misiles Pershing. Pero, como es sabido, no ha servido de gran cosa.

Mi siglo
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