1917
Inmediatamente después del desayuno —esta vez no un desayuno opulento con champán: los dos caballeros se pusieron de acuerdo sobre el birchermüsli que yo les había recomendado—, continuamos nuestra conversación, en cuyo transcurso los dos, cuidadosamente, como si yo fuera una meidschi en edad escolar a la que no hubiera que escandalizar, me ilustraron sobre la guerra química, es decir, el lanzamiento de cloro gaseoso y la utilización bien calculada de gas cruz azul, cruz verde y, finalmente, cruz amarilla, contando sus propias experiencias, pero también otras experiencias recogidas.
Habíamos llegado sin rodeos a las armas químicas, después de haber mencionado Remarque la guerra de Vietnam, que se desarrollaba en la época de nuestra conversación, y de haber calificado de criminal el empleo del napalm, y lo mismo la utilización del llamado «agente naranja». Remarque dijo:
—Quien ha lanzado la bomba atómica no tiene ya escrúpulos.
Jünger consideraba la defoliación sistemática de la jungla mediante el bombardeo de alfombra con sustancias tóxicas como la prolongación lógica de los ataques con gases de su época, pero opinaba, de acuerdo en ello con Remarque, que, a pesar de su superioridad material, «los americanos» perderían aquella «guerra sucia» que no permitía ya la «actuación militar».
—Sin embargo, hay que reconocerlo: fuimos los primeros en soltar gas de cloro contra los franceses ante Ypres, el 15 de abril —dijo Jünger.
Entonces Remarque gritó, tan fuerte que una camarera que estaba junto a nuestra mesa se detuvo sobresaltada y se fue luego apresuradamente: «¡Ataque de gas! ¡Gas! ¡Gaaas!», y Jünger, con ayuda de una cucharilla, imitó el repiqueteo de las campanillas de alarma, aunque de pronto, como obedeciendo a una orden interior, se volvió realista:
—De acuerdo con el reglamento, comenzamos enseguida a engrasar nuestros fusiles, todos los metales. Luego nos atamos la máscara. Más tarde vimos en Monchy —poco antes de comenzar la batalla del Somme— a una multitud de afectados por el gas, que gemían y se ahogaban mientras les manaba agua de los ojos. Pero el gas de cloro actúa sobre todo corroyendo y quemando los pulmones. Pude ver su efecto también en las trincheras enemigas. Y poco después fuimos agraciados por los ingleses con gas de fósforo, de olor dulzón.
Entonces le tocó otra vez a Remarque:
—Ahogándose durante días enteros, vomitaban en pedazos los pulmones quemados. Lo peor era cuando, sometidos al mismo tiempo a un fuego de barrera, no podían salir de los embudos de bomba, porque la nube de gas, como una medusa, se posaba en todas las depresiones del terreno. Ay de quien se quitara la máscara demasiado pronto… El que sufría siempre más que nadie era el soldado de reemplazo sin experiencia… Aquellos muchachos jóvenes, que vagaban desvalidos… Aquellos rostros de colinabo… Con aquellos uniformes demasiado anchos… Todavía vivos, tenían la espantosa falta de expresión de los niños muertos… Vi, mientras avanzábamos hacia las fortificaciones de nuestras líneas más avanzadas, un refugio lleno de aquellos pobres diablos… Los encontré con la cabeza azul y los labios negros… Y en un embudo se habían quitado la máscara demasiado pronto… Murieron ahogados en sus propios vómitos de sangre.
Los dos caballeros se disculparon conmigo: quizá aquello era demasiado a hora tan temprana. En general, era extraño que una señorita se interesara por semejantes bestialidades, que la guerra traía consigo necesariamente. Tranquilicé a Remarque, que, superando en eso a Jünger, mostraba ser un caballero de la vieja escuela. Por favor, que no tuvieran conmigo ninguna consideración. El proyecto de investigación que nos había encomendado la empresa Bührle requería fidelidad en los detalles, dije.
—Ya saben a qué nivel se produce en Oerlikon para la exportación, ¿no?
Luego les rogué que me dieran más pormenores.
Como el señor Remarque guardaba silencio y, apartando la vista, miraba el puente del Ayuntamiento, hacia el embarcadero del Limmat, el señor Jünger, que daba una impresión más serena, me habló de la invención de la máscara antigás y luego del gas mostaza, utilizado por primera vez el 17 de junio —por el bando alemán— en la tercera batalla de Ypres. Se trataba de una nube de gas casi inodora, apenas perceptible, por decirlo así una niebla que se pegaba al terreno, cuyo efecto destructor de las células sólo se manifestaba al cabo de tres o cuatro horas. Dicloro-dietil-sulfuro, una mezcla oleosa, pulverizada en gotas diminutas, contra la que ninguna máscara antigás servía.
Luego el señor Jünger me explicó cómo, mediante el bombardeo con cruz amarilla, se infestaban los sistemas de trincheras enemigos, que entonces podían ser desalojados sin lucha. Dijo:
—Sin embargo, a finales del otoño del diecisiete, los ingleses capturaron junto a Cambrai un gran depósito de granadas de gas mostaza y las utilizaron inmediatamente contra nuestras trincheras. Muchos se quedaron ciegos… Dígame, Remarque, ¿no le ocurrió eso o algo parecido al «cabo» más importante de todos los tiempos? A raíz de aquello fue al hospital militar de Pasewalk… Vivió allí el fin de la guerra… Y allí decidió ser político…