1978
Desde luego, reverendo, hubiera debido venir antes a desahogarme.
Sin embargo, creía firmemente que lo de los niños se arreglaría. Mi marido y yo estábamos seguros, no les faltaba nada, los queríamos a los dos. Y desde que vivíamos en el chalé de mi suegro, por cierto por deseo suyo, parecían felices, o al menos contentos. La casa espaciosa. La enorme mansión rodeada de antiguos árboles. Y aunque vivimos un poco apartados, al fin y al cabo, como sabe, reverendo, no lejos del centro de la ciudad. Venían a vernos continuamente sus compañeros de colegio. Las fiestas en el jardín resultaban francamente divertidas. Hasta a mi suegro, abuelo al que nuestros hijos adoran, le gustaba aquel barullo alegre. Y entonces, de repente, los dos degeneraron. Empezó Martin. Pero Monika creyó que tenía que superar a su hermano. El chico, de repente, llevaba la cabeza afeitada, salvo un mechón sobre la frente. Y la chica se tiñó su precioso pelo rubio en parte de lila y en parte de verde cardenillo. Bueno, sobre eso hubiéramos podido hacer la vista gorda —y la hicimos—, pero cuando los dos se presentaron con aquella ropa horrible, los dos —yo más que mi marido— nos escandalizamos. Martin, que hasta entonces se vestía de una forma más bien esnob, llevaba de repente unos vaqueros llenos de agujeros sujetos por una cadena oxidada. Con ellos armonizaba una chaqueta negra con remaches, cerrada sobre el pecho con un monstruoso candado. Y nuestra Moni apareció con un uniforme de cuero raído y botas de cordones. Además, de los cuartos de ambos salía esa música, si es que se puede llamar así a un ruido tan agresivo. Apenas llegaban ellos del colegio, el estrépito comenzaba. Sin consideración hacia nuestro abuelo que, desde que está jubilado, sólo quiere tranquilidad, pensábamos sin sospechar nada…
Sí, reverendo. Así o algo parecido se llama ese dolor de oídos, los Sex Pistols. Parece estar usted al corriente. Claro. Nosotros lo intentamos todo. Tratar de persuadirlos, aunque con firmeza. Mi marido, que por lo demás es la paciencia personificada, incluso quitándoles el dinero de bolsillo. No sirvió de nada. Los chicos siempre fuera de casa y en mala compañía. Naturalmente, sus amigos del colegio, todos de buena familia, no venían ya. Era un infierno, porque entonces trajeron a esos tipos, los punkis. En ningún sitio se estaba a salvo de ellos. Se sentaban en las alfombras. Se repantigaban en el fumador, incluso en los sillones de cuero. Y además aquel lenguaje fecal. Así era, reverendo. No hacían más que hablar en plan pasota de «no future» hasta que, bueno, cómo lo puedo decir, nuestro abuelo se trastornó de pronto. De la noche a la mañana. Mi marido y yo nos quedamos perplejos. Porque mi suegro…
Ya lo conoce usted. Aquel caballero elegante y cuidado —la discreción en persona—, con el encanto de su edad y dotado de un humor suave, nunca hiriente, que, desde que se retiró de todos los negocios bancarios, vivía sólo para su amor a la música clásica, apenas salía de su habitación, y sólo ocasionalmente se sentaba en la terraza del jardín, sumido en sus pensamientos, como si hubiera dejado completamente atrás al experto financiero de alta posición —ya sabe, reverendo, que era uno de los directivos del Deutsche Bank—, porque cuando una vez, recién casada, le pregunté cuál fue su actividad profesional durante la horrible época de la guerra, me respondió con ligera ironía: «Eso es un secreto bancario», e incluso Erwin, que al fin y al cabo trabaja también en la banca, sabe poco sobre las etapas de su infancia, y mucho menos sobre la carrera profesional de su padre que, de repente, lo he dicho ya, reverendo, de la noche a la mañana estaba como cambiado…
Imagíneselo: nos sorprende; no, nos choca en el desayuno con aquel atuendo espantoso. Se ha afeitado el hermoso pelo gris, todavía espeso a su edad avanzada, salvo una franja, de punta, en el centro y se ha teñido el lamentable resto de un rojo subido. Además lleva, a juego, hay que reconocerlo, una bata evidentemente hecha a escondidas de retazos negros y blancos, con unos viejos pantalones negros de rayita que antes usaba en las sesiones de la junta directiva. Parecía un presidiario. Y todo ello, las tiras de tela y hasta la bragueta, sujeto con imperdibles. También —no me pregunte cómo— se había taladrado los lóbulos de las orejas con dos imperdibles especialmente grandes. Además debía de haber conseguido en algún lado un par de esposas, que sin embargo sólo llevaba cuando salía.
Claro que sí, reverendo. Nadie pudo detenerlo. Continuamente estaba fuera de casa, y no sólo aquí, en Rath, sino, según nos dijeron, también en el centro de la ciudad, incluso en la Königsallee, y se había convertido en el hazmerreír de la gente. De esa forma tuvo pronto alrededor a una horda de esos punkis, con los que hacía insegura la vecindad, hasta mucho más allá de Gerresheim. No, reverendo, incluso cuando Erwin le hacía reproches, decía: «El señor Abs va a salir ahora. El señor Abs se va a hacer cargo del Böhmische Unionbank y del Wiener Creditanstalt. Además, el señor Abs tiene que “arificar” pronto, en París y Amsterdam, compañías de renombre. Han pedido al señor Abs que, como hizo ya con la Bankhaus Mendelssohn, actúe discretamente. El señor Abs es conocido por su discreción y no desea que le hagan más preguntas…».
Esas cosas y más teníamos que oír diariamente, reverendo. Usted lo ha dicho: nuestro abuelo se ha identificado total y completamente con su antiguo jefe, al que estuvo muy íntimamente unido al parecer, no sólo en la fase de construcción de los años de la posguerra, sino también en la época de la guerra; sí señor, con Hermann Josef Abs, que en su momento asesoraba al Canciller Federal en cuestiones financieras importantes. Lo mismo si se trata de molestos problemas de indemnización que afectan a la I.G. Farben, que de otras reclamaciones de Israel, siempre cree tener que actuar como negociador del señor Adenauer. Entonces dice: «El señor Abs rechaza todas las reclamaciones. El señor Abs se ocupará de que sigamos siendo solventes…». Así le llamaban también aquellos horribles punkis en cuanto salía del chalé: «¡Papá Abs!». Y a nosotros nos aseguraba sonriente: «No hay motivo para preocuparse. El señor Abs sólo sale en viaje de negocios».
¿Y los niños? No lo creerá usted, reverendo. De la noche a la mañana se curaron, tanto los escandalizó nuestro abuelo. Monika tiró a la basura su uniforme de cuero y aquellas espantosas botas de cordones. Ahora se prepara para terminar el bachillerato. Martin ha vuelto a descubrir sus corbatas de seda. Según he sabido por Erwin, quisiera ir a Londres y estudiar allí en un college. En realidad, aunque sólo prescindiendo de las consecuencias trágicas, deberíamos estar agradecidos a ese anciano caballero, por haber hecho entrar en razón a sus nietos.
Desde luego, reverendo. Nos resultó sumamente difícil tomar esa decisión que, lo sé, parece muy dura. Durante horas buscamos con los niños una solución. Sí, ahora está en Grafenberg. Usted lo ha dicho: el establecimiento tiene buena reputación. Lo vamos a ver regularmente. Desde luego, también los niños. No le falta nada. Ahora, por desgracia, sigue presentándose siempre como «señor Abs», aunque, como nos ha asegurado uno de los cuidadores, se lleva muy bien con los demás pacientes. Al parecer, hace poco, nuestro abuelo se ha hecho amigo de otro caso que, de forma apropiada, se hace pasar por el «señor Adenauer». A los dos les permiten divertirse jugando a las bochas.