1958

Una cosa es segura: lo mismo que tras la moda de comer vino la de viajar, con el milagro económico vino el milagro de la chica alemana. Sin embargo, ¿qué covergirls fueron las primeras? ¿Quién tuvo, ya en el cincuenta y siete, un titular en Stern? ¿Cuáles, entre las muchas bellas que se sucedieron, fueron conocidas por su nombre, cuando el milagro de las chicas cruzó el Atlántico y Life desplegó en su portada la «Sensation from Germany»?

Como voyeur de la última hornada, ya a principios de los cincuenta me había enamorado de las gemelas, en cuanto vinieron del otro lado, de Sajonia, para visitar en las vacaciones a su padre, que había dejado plantada a su madre. Se quedaron en Occidente, aunque lloraron un poco por su escuela de ballet de Leipzig, en cuanto, gracias a mí, comenzaron a actuar en el Varieté Palladium, porque Alice y Ellen querían llegar a lo más alto y habían soñado con un contrato con la ópera de Düsseldorf: El lago de los cisnes y más.

Resultaba irresistiblemente cómica la forma en que exhibían su acento sajón cuando, con medias de color lila, las paseaba ante los escaparates de la Königsallee de Düsseldorf, al principio para que llamaran la atención, pero pronto como algo sensacional. Por eso nos descubrieron los directores del Lido que buscaban talentos y, gracias a mi mediación con el padre de las gemelas, las contrataron en París. De manera que yo también hice el equipaje. De todas formas, los remilgos de Düsseldorf se me habían hecho tremendamente aburridos. Y como, después de la muerte de Mamá, no quise casarme con el consejo de administración de nuestra floreciente producción de detergentes, mi consorcio me pagó de una forma tan generosa que desde entonces tengo siempre liquidez y pude permitirme viajes, los mejores hoteles, un Chrysler con chófer y, poco después, un chalé cerca de Saint Tropez, es decir, una vida típica de playboy; sin embargo, asumí ese papel sólo externamente divertido a causa de las gemelas Kessler. Me atraía su doble belleza. Me enamoré de aquellas dos plantas cultivadas de Sajonia. Su esbeltez celestialmente exagerada daba un objetivo a mi inútil existencia, objetivo que evidentemente no alcancé nunca, porque Alice y Ellen, Ellen y Alice, sólo veían en mí un perrito faldero, aunque con medios de fortuna.

De todas formas, en París no resultaba fácil tener acceso a ellas. Miss Bluebell, la Campanilla, un verdadero dragón que en realidad se llamaba Leibovici, mantenía a las dieciséis chicas de largas piernas de su revista como si fueran monjas de convento: ¡Nada de visitas masculinas en el guardarropa! ¡Nada de tratar con los clientes del Lido! Y, después de la representación, sólo se admitían en los taxis que las llevaban al hotel taxistas de más de sesenta años. Entre mis amigos —en aquella época me relacionaba con una clique internacional de libertinos— se decía: «Es más fácil forzar la caja fuerte de un banco que a una de las Bluebell Girls».

Sin embargo, tuve oportunidad, o me la dio la severa domadora, de llevar a pasear a mis adoradas criaturas gemelas por los Campos Elíseos. Además, me encargó que consolara una y otra vez a las dos, porque, por su origen teutónico, las mujeres del guardarropa no les hacían caso y las chicas francesas las trataban mal. Con su tamaño superesbelto, tenían que responder por todos los crímenes de guerra de los boches. ¡Qué dolor! ¡Qué desgarradoramente lloraban por ello! Con qué entusiasmo de coleccionista secaba yo sus lágrimas…

Sin embargo, más tarde, con el éxito, los ataques cedieron. Y en los Estados Unidos, la admiración por la «Sensation from Germany» no se vio empañada por ninguna injuria. En fin de cuentas, hasta París estaba a sus pies. Maurice Chevalier o Françoise Sagan, Gracia Patricia de Mónaco o Sofía Loren, todos las ponían por las nubes en cuanto les habían presentado a las gemelas Kessler. Sólo Liz Taylor puede haber mirado con envidia el talle de mis liliáceas sajonas.

¡Ay Alice, ay Ellen! Por muy codiciadas que fueran, probablemente ninguno de los sementales alcanzó sus fines con ellas. Ni siquiera durante el rodaje de Trapecio, cuando Tony Curtis y Burt Lancaster trataron incansablemente de conquistar a la una y la otra, tuvieron éxito, sin que yo tuviera que hacer de guardián. No obstante, eran buenos amigos y se gastaban bromas. Si las estrellas de Hollywood gritaban burlonamente: «¡Helados!», en cuanto Ellen y Alice aparecían, mis criaturas respondían: «¡Perritos calientes! ¡Perritos calientes!». E incluso aunque Burt Lancaster, como se dijo luego, se hubiera acostado realmente con una de las dos, no debió de sacar mucho, ni supo muy bien con cuál de las dos.

Sólo servían para ser contempladas. Y eso podía hacerlo yo siempre y donde quisiera. Sólo yo, hasta que ellas siguieron su propio camino, que el éxito les había allanado. Su brillo lo eclipsaba todo, hasta ese milagro con frecuencia invocado que hay que atribuir a la economía alemana, porque con Alice y Ellen comenzó el milagro de las chicas sajonas que todavía hoy nos asombra.

Mi siglo
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