1905

Ya mi señor padre estaba al servicio de una naviera de Bremen, en Tánger, Casablanca y Marrakech, y por cierto mucho antes de la primera crisis de Marruecos. Hombre siempre ocupado, al que la política, especialmente el canciller Bülow, que gobernaba de lejos, le descabalaba los balances. Como hijo suyo, que sin duda mantenía pasablemente a flote nuestra empresa comercial frente a la fuerte competencia francesa y española, pero se ocupaba de las operaciones cotidianas de higos, dátiles, azafrán y cocos sin verdadera pasión, cambiando de buena gana la oficina por el cafetín y visitando además el zoco en busca de toda clase de pasatiempos, el volver una y otra vez sobre la crisis, tanto en la mesa como en el club, me resultaba más bien ridículo. Así que contemplé a distancia la visita espontánea del Káiser al sultán y sólo a través de mi irónico monóculo, tanto más cuanto que Abd al-Aziz supo reaccionar a la visita de Estado no anunciada con un espectáculo asombroso, y proteger a su alto huésped con guardias de corps pintorescas y agentes ingleses, sin dejar de procurarse en secreto el favor y la protección de Francia.

A pesar de los contratiempos, muy ridiculizados, ocurridos durante el desembarco —casi zozobran barcaza y soberano— la aparición del Káiser fue impresionante. Entró en Tánger, muy seguro en la silla, sobre un corcel blanco prestado y evidentemente nervioso. Incluso hubo júbilo. Espontáneamente, sin embargo, se admiró sobre todo su yelmo, del que, en correspondencia con el sol, salían señales luminosas.

Más tarde circularon en los cafetines, pero también en el club, dibujos caricaturescos, en los que el casco adornado con el águila, después de suprimidos todos los rasgos del rostro, sostenía un diálogo animado con los majestuosos bigotes. Además, el dibujante —no, no fui yo el malhechor, sino un artista al que conocía de Bremen y que trataba con el mundillo del arte de Worpswede— supo hacer resaltar de tal modo yelmo y bigotes retorcidos ante el decorado marroquí, que las cúpulas de las mezquitas y sus alminares armonizaban de la forma más viva con las redondeces del casco ricamente ornamentado y coronado por el agudo pincho.

Salvo mensajes preocupados, aquella aparición espectacular no trajo nada. Mientras Su Majestad pronunciaba discursos enérgicos, Francia e Inglaterra se pusieron de acuerdo en lo que a Egipto y Marruecos se refería. A mí, de todas formas, todo aquello me resultaba cómico. E igualmente ridícula me pareció, seis años más tarde, la aparición de nuestra cañonera Panther frente a Agadir. Sin duda, aquello tuvo efectos teatrales retumbantes. Sin embargo, sólo el yelmo centelleante del Káiser al resplandor del sol dejó una impresión duradera. Los caldereros del país lo imitaron laboriosamente, poniéndolo a la venta por todas partes. Mucho tiempo aún —en cualquier caso, más del que duraron nuestras importaciones y exportaciones— se podía comprar en los zocos de Tánger y Marrakech el casco puntiagudo prusiano en miniatura o de tamaño mayor que el natural, como souvenir, pero también como práctica escupidera; un casco así, metido con su pincho en un cajón de arena, me ha sido de utilidad hasta hoy.

A mi padre, sin embargo, que no sólo para los negocios tenía una perspicacia que imaginaba siempre lo peor y que, ocasionalmente y no del todo sin motivo, llamaba a su hijo «calavera», ni siquiera mis ocurrencias más graciosas podían estimularle los músculos de la risa, y más bien veía en ello motivo para expresar su preocupada conclusión: «Estamos cercados; aliados con los rusos, los británicos y los franceses nos están cercando», y no sólo durante la comida. A veces nos intranquilizaba con la posdata: «Sin duda, el Káiser sabe armar ruido con el sable, pero la verdadera política la hacen otros».

Mi siglo
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