1956

En marzo de aquel año triste y sombrío, en el que uno de ellos murió en julio, poco después de cumplir los setenta, y el otro, que no tenía aún sesenta, en agosto, lo que hizo que el mundo me pareciera desierto y los escenarios teatrales vacíos, yo, estudiante de Germanística que fabricaba aplicadamente poemas a la sombra de los dos gigantes, me los encontré junto a la tumba de Kleist, un lugar apartado con vistas sobre el Wannsee en donde se había producido ya más de un encuentro singular, fuera casualmente o fuera por acuerdo previo.

Supongo que habían concertado en secreto la hora y el lugar, posiblemente con ayuda de mujeres mediadoras. Por casualidad estaba sólo yo, modesto estudiante, en segundo plano, y reconocí a la segunda ojeada al uno, calvo y con aspecto de buda, y al otro, frágil y marcado ya por la enfermedad. Me fue difícil mantenerme a distancia. Sin embargo, como aquel día de marzo helado y soleado ofrecía una calma absoluta, sus voces me llegaban, una suavemente refunfuñona y otra clara y ligeramente en falsete. No hablaban mucho y se permitían pausas. A veces estaban muy juntos, como sobre un zócalo común, y otras cada uno se preocupaba de respetar la distancia prescrita. Si el uno pasaba en el Oeste de la ciudad por rey literario, y por ello sin corona, el otro era la autoridad citable a placer de la mitad oriental de la ciudad. Como en aquellos años había guerra entre el Este y el Oeste, aunque sólo fuera fría, los habían enfrentado entre sí. Sólo mediante una doble astucia había podido celebrarse aquel encuentro al margen del orden de combate establecido. Al parecer, a mis ídolos les gustó escaparse de sus respectivos papeles por una horita.

Así parecía, así se oía su convivencia. Lo que yo combinaba, completando períodos o medias frases, no iba dirigido enemistosamente contra el otro. Lo que citaban no se refería a ellos mismos sino siempre al otro. Uno conocía el breve poema A los que han de nacer y recitó su último verso disfrutándolo como si fuera suyo:

Cuando se hayan agotado los errores

tendremos como último acompañante

la Nada enfrente.

El otro declamó, del poema temprano Un hombre y una mujer en el barracón del cáncer, el verso final.

Aquí se hincha el campo en torno a cada lecho.

La carne se nivela en suelo. Cede el rescoldo.

Los humores se aprestan a fluir. Llama la tierra.

Así se citaban con deleite los conocedores. También se elogiaban entre cita y cita, lanzándose en broma palabras que los estudiantes conocíamos de sobra. «Le ha salido muy bien desde el punto de vista de la extrañeza fenotípica», decía el uno, y el otro le respondía en falsete: «Su tanatorio occidental apoya mi teatro épico, tanto monológica como dialécticamente». Y otras pullas para su mutua diversión.

Luego se burlaron de Thomas Mann, fallecido el año anterior, parodiando sus «leitmotiv para uso diario». Luego les tocó a Johannes R. Becher y Arnold Bronnen, con cuyos apellidos se podía hacer juegos de palabras. Por lo que se refiere a su propia cosecha de pecados políticos, sólo apuntaron brevemente el uno contra el otro. Así, uno de ellos soltó burlonamente dos versos de un himno partidista del otro: «… y el gran jefe de la recolección, Josef Stalin, habló del mijo, habló del estiércol y del viento de secano…», y entonces el otro trajo a colación el transitorio entusiasmo de su interlocutor por el Estado del Führer en su escrito propagandístico El mundo dórico, y un discurso pronunciado en honor del futurista y fascista Marinetti. El otro elogió a su vez, irónicamente, la obra teatral La medida, como «mundo expresivo de un auténtico Tolomeo», para disculpar enseguida a los dos pecadores reunidos junto a la tumba de Kleist con una cita del gran poema A los que han de nacer.

Vosotros, que surgiréis de la corriente

en la que nosotros nos hundimos

pensad también

cuando habléis de nuestras debilidades

en los oscuros tiempos

de los que os habéis librado.

Ese «vosotros» se refería sin duda a mí, nacido después y oyente atento aunque apartado. Tuve que contentarme con esa exhortación, aunque había esperado de mis ídolos un reconocimiento más claro de sus orientadores errores. Sin embargo, no hubo más. Adiestrados en el silencio, los dos se ocuparon sólo de su salud. Uno, al ser médico, se preocupaba por el otro, al que un tal profesor Brugsch había recomendado recientemente una estancia de cierta duración en el hospital de la Charité, y que por ello se golpeó expresivamente el pecho. Luego el uno se preocupó por el «alboroto público» que le esperaba con motivo de la celebración de sus setenta años —«¡me bastaría con una cerveza bien fría!»—, mientras que el otro insistía en sus disposiciones testamentarias: nadie, tampoco el Estado, tenía derecho a exponer públicamente su cadáver. No debía pronunciarse discurso alguno ante su tumba… Es verdad que el otro estuvo de acuerdo, pero luego, con reservas: «Es bueno preverlo todo. Pero ¿quién nos protegerá de nuestros epígonos?».

Nada sobre la situación política. Ni una palabra sobre el rearme del Estado occidental, del oriental. Riéndose de los últimos chistes sobre vivos y muertos, dejaron la tumba de Kleist, sin haber mencionado ni citado al poeta, condenado allí a la inmortalidad. En la estación de Wannsee, el uno, que vivía en Schöneberg cerca de la plaza de Baviera, tomó el suburbano; al otro lo esperaba un coche con chófer, que, había que suponer, lo llevaría a su villa de Buckow o al teatro de Schiffbauerdamm. Cuando luego llegó el verano y los dos murieron con escasa diferencia, yo decidí quemar mis poemas, renunciar a la Germanística y estudiar diligentemente en lo sucesivo, en la Universidad Técnica, ingeniería mecánica.

Mi siglo
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