1911

Mi querido Eulenburg, si es que puedo llamarlo todavía así, después de habernos manchado el canalla de Harden tan malvadamente, con sus mamarrachadas periodísticas, por lo que, aunque rezongando, tuve que obedecer a la razón de Estado y dejar en la estacada a mi fiel compañero de viaje y amigo consejero. Sin embargo, querido príncipe, le ruego que se alegre conmigo: ¡El momento ha llegado! Hoy he nombrado capitán general de la Armada a mi Ministro de Marina Tirpitz, que tan acertadamente supo cantar las cuarenta a los liberales de izquierdas. Todos mis bosquejos sobre la flota existente, cuya meticulosidad ha censurado usted con suavidad a menudo, porque, en las reuniones más aburridas no me cansaba de entregarme a mi pequeño talento encima de las carpetas de los expedientes y hasta en los expedientes mismos, sumamente áridos, dibujando —para que nos sirviera de aviso—, como poder naval acumulado, el Charles Martel de Francia y sus acorazados de primera, con el Jean d’Arc al frente, y luego los nuevos navíos de Rusia, entre ellos los acorazados Petropavlosk, Poltava y Sebastopol, con todas sus torretas. Porque, ¿qué podíamos oponer a los dreadnoughts ingleses antes de que las Leyes de la Flota nos dejaran poco a poco las manos libres? En el mejor de los casos, los cuatro acorazados de tipo Brandenburg y nada más. Sin embargo, esos dibujos que abarcaban al enemigo imaginable han tenido ahora —como puede ver, querido amigo, por la documentación que le acompaño— una respuesta por nuestra parte: no son ya sólo un boceto, sino que surcan el Mar del Norte y el Báltico, o les están poniendo la quilla en Kiel, Wilhelmshaven o Danzig.

Lo sé, hemos perdido años. Nuestra gente, por desgracia, era sumamente ignorante in rebus navalibus. Había que provocar en el pueblo un movimiento general, más aún, un entusiasmo por la Flota. Había que proclamar la Federación Naval y una Ley de la Flota, en lo que los ingleses —¿debiera decir mis encantadores primos ingleses?— me ayudaron sin quererlo, cuando, durante la guerra de los bóers —lo recordará, querido amigo— apresaron de forma absolutamente ilícita a dos de nuestros vapores ante las costas del África oriental. La indignación en el Reich fue grande. Eso ayudó en el Reichstag. Aunque mi frase: «Tenemos que oponer a los dreadnoughts ingleses nuestros intrépidos acorazados», causó mucho alboroto. (Sí, querido Eulenburg, lo sé: mi mayor tentación es y sigue siendo el telégrafo de Wolff.)

Sin embargo, ahora flotan ya los primeros sueños realizados. ¿Y luego? Tirpitz decidirá. Para mí, en cualquier caso, sigue siendo un placer de dioses dibujar buques de línea y acorazados. Ahora seriamente ante mi escritorio, delante del cual me siento, como sabe, en una silla de montar, siempre dispuesto al ataque. Después del paseo a caballo habitual, mi deber matutino es llevar al papel, en anteproyecto audaz, nuestra flota todavía tan joven frente a la Superpotencia enemiga, porque sé que Tirpitz, como yo, apuesta por los grandes navíos. Tenemos que ser más rápidos y más ágiles, y con más potencia de fuego. Y se me ocurren ideas en consecuencia. A menudo es como si, en ese acto de creación, se me desprendieran de la cabeza esos grandes navíos. Ayer tuve ante los ojos diversos cruceros pesados, el Seydlitz, el Blücher, que luego salieron de mi mano. Veo aparecer escuadras enteras en línea. Nos siguen faltando grandes buques de guerra. Tirpitz opina que, sólo por eso, los submarinos tendrán que esperar.

¡Ay, si lo tuviera aquí, mi mejor amigo, esteta y amante de las artes, cerca de mí como en otro tiempo! Qué atrevida y clarividentemente charlaríamos. Con cuanto empeño calmaría sus temores. En efecto, mi querido Eulenburg, quiero ser un Príncipe de la Paz, pero armado…

Mi siglo
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