1933

La noticia del nombramiento nos sorprendió a las doce, cuando, con Bernd, mi joven colaborador, tomaba un tentempié en la Galería, mientras escuchaba distraídamente la radio. Quiero decir que no me sorprendió: tras la renuncia de Schleicher, todo apuntaba a Él, sólo Él entraba en consideración y hasta el anciano Presidente del Reich tuvo que someterse a su Voluntad de Poder. Traté de reaccionar con una chirigota: «Ahora tendremos a un pintor de brocha gorda como artista», pero Bernd, a quien normalmente la política, como dice, no le interesa «un comino», se consideraba personalmente amenazado:

—¡Largarse! ¡Hay que largarse! —exclamó.

Me sonreí, claro está, ante su reacción excesiva, pero sin embargo me sentí confirmado en mi actitud previsora: hacía ya unos meses que había puesto a salvo en Amsterdam los cuadros que, ante la predecible toma del poder, podían considerarse especialmente sospechosos: varios Kirchner, Pechstein, Nolde, etcétera. Sólo de mano del Maestro había todavía algunos en la Galería, los tardíos y coloridos paisajes de jardín. Indudablemente, no pertenecían a la categoría de «degenerados». Sólo por ser judío estaba él en peligro, lo mismo que su mujer, aunque traté de persuadir a Bernd y de persuadirme:

—Tiene mucho más de ochenta años. No se atreverán a tocarlo. En el peor de los casos, tendrá que dimitir de su cargo de Presidente de la Academia. Qué va, en tres o cuatro meses la pesadilla habrá acabado.

Sin embargo, mi inquietud persistió o aumentó. Cerramos la Galería. Y, después de haber conseguido calmar un poco a mi querido Bernd, que naturalmente estaba deshecho en lágrimas, me puse en camino a última hora de la tarde. Pronto no habría posibilidad de pasar. Hubiera debido tomar el suburbano. Por todas partes venían columnas. Ya desde la Hardenbergstrasse. Subían de seis en fondo por la avenida de la Victoria, una columna de asalto tras otra, con decisión. Una corriente parecía aspirarlas hacia la Gran Estrella, en donde, evidentemente, todas convergían. Cuando las tropas se aglomeraban, marcaban el paso sobre el terreno, apremiantes, impacientes; nada de inmovilizarse. Ay, aquella terrible seriedad de los rostros, subrayados por los barbuquejos. Y cada vez más curiosos, cuya afluencia comenzaba a cerrar las zonas de peatones. Por encima de todos, aquellos cantos al unísono…

Entonces, por decirlo así, me metí en la maleza, me abrí camino por el ya oscuro Tiergarten, pero no era el único que se esforzaba por avanzar por caminos secundarios. Finalmente, cerca de la meta, vi que la Puerta de Brandeburgo estaba cerrada al tráfico normal. Sólo con ayuda de un policía, al que conté no sé ya qué, pude llegar a la plaza de París, situada inmediatamente detrás de la Puerta. Ay, ¡cuántas veces habíamos pasado por allí llenos de esperanza! ¡Qué dirección más exclusiva y, sin embargo, conocida! ¡Cuántas visitas al estudio del Maestro! Y siempre resultaba ingenioso, con frecuencia divertido. Su seco humor en berlinés.

Ante el edificio señorial —desde hacía decenios propiedad de su familia— estaba, como si me aguardase, el conserje.

—Los señores están en la terraza —me dijo, llevándome escaleras arriba.

Entretanto debía de haber comenzado la marcha de las antorchas, como ensayada desde hacía años, pero en cualquier caso organizada con minuciosa precisión, porque, cuando llegué a la terraza, el júbilo anunció las columnas que se aproximaban. ¡Asqueroso, sin duda, aquel populacho! Y, sin embargo, el estrépito creciente resultaba excitante. Hoy tengo que confesarme que me fascinó… aunque sólo fuera durante un estremecimiento.

Sin embargo, ¿por qué se exponía él a la masa? El Maestro y Martha, su mujer, estaban en el borde exterior de la terraza. Más tarde, cuando estábamos en el estudio, le oímos decir: desde allí, en el setenta y uno, había visto desfilar victoriosamente por la Puerta a los regimientos que volvían de Francia; luego, en el catorce, a los infantes que se iban, todavía con casco puntiagudo; en el dieciocho la entrada de los batallones de marineros sublevados; y ahora había querido echar una última ojeada desde lo alto. Sobre eso se podían decir muchos desatinos.

Sin embargo antes, en la terraza, estaba de pie, mudo, con el puro frío en el rostro. Los dos con sombrero y abrigo, como dispuestos a irse. Oscuros contra el cielo. Una pareja hierática. También la Puerta de Brandeburgo estaba todavía gris, sólo de cuando en cuando explorada por los reflectores de la policía. Luego, sin embargo, la comitiva de las antorchas se acercó, se derramó como una corriente de lava en toda su anchura, separada por poco tiempo de los pilares, para volver a unirse, incesante, incontenible, solemne, fatal, iluminando la noche, alumbrando la puerta hasta la cuadriga de los caballos, hasta el borde del yelmo y el signo de la victoria de la diosa; incluso nosotros, en la terraza de la casa de Liebermann, fuimos bañados por aquel resplandor fatídico, y al mismo tiempo nos llegaron la humareda y el hedor de más de cien mil antorchas.

¡Qué vergüenza! Sólo de mala gana reconozco que aquella imagen, no, aquel cuadro naturalmente poderoso, es verdad, me espantó, pero me emocionó al mismo tiempo. Se desprendía de él una voluntad que parecía necesario obedecer. A aquel destino grandioso y progresivo no podía oponérsele nada. Un torrente que arrastraba. Y el júbilo que se elevaba desde abajo por todas partes me hubiera arrancado posiblemente también —aunque sólo fuera a título experimental— un «Sieg Heil!» de aprobación, si Max Liebermann no hubiera aportado aquella frase que luego circuló por toda la ciudad como contraseña susurrada. Apartándose de aquella imagen cargada de Historia como de un adefesio histórico barnizado, dijo en berlinés:

—No puedo tragar tanto como quisiera vomitar.

Cuando el Maestro dejó la terraza de su casa, Martha lo cogió del brazo. Y yo empecé a buscar palabras apropiadas para convencer a la pareja de ancianos para que huyera. Pero las palabras no servían. No se las podía trasplantar, ni siquiera a Amsterdam, adonde huí enseguida con Bernd. Por cierto, para nuestros amados cuadros —entre ellos algunos de mano de Liebermann— fue Suiza ya, pocos años después, el lugar relativamente seguro aunque poco querido. Bernd me abandonó… Ay… Pero eso es ya otra historia.

Mi siglo
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