1940
De Sylt no vi mucho. Como ya he dicho, el tiempo sólo permitía, en el mejor de los casos, cortas excursiones por la playa en dirección a List o, en dirección opuesta, hacia Hörnum. Como si le dolieran los pies desde los tiempos de las retiradas militares, nuestra extraña asociación de antiguos se sentaba, fumando y bebiendo, en torno a la chimenea. Cada uno revolvía en sus recuerdos. Si uno había participado como vencedor en Francia, otro venía con hazañas en Narvik y en los fiordos de Noruega. Era como si cada uno tuviera que rumiar artículos aparecidos en Adler, hoja parroquial de la Luftwaffe, o en Signal, de la Wehrmacht, de excelente presentación: en color, con maquetado moderno y pronto difundidas en toda Europa. En la planta de la dirección de Signal, un tal Schmidt marcaba la pauta. Después de la guerra, naturalmente con otro nombre, dio el tono al Kristall de Springer. Y ahora se nos concedía el dudoso placer de su insistente presencia. Teníamos que escuchar su sermón sobre «victorias regaladas».
Se trataba de Dunquerque, en donde todo el cuerpo expedicionario británico se había dado a la fuga: al parecer, unos trescientos mil hombres tuvieron que embarcar a toda prisa. El Schmidt de otro tiempo, cuyo nombre más reciente no se puede decir, se indignaba aún:
—Si Hitler no hubiera detenido en Abbeville al cuerpo acorazado de Kleist y hubiera permitido en cambio a los tanques de Guderian y Manstein abrirse paso hasta la costa; si hubiera ordenado barrer la playa y cerrar la bolsa, los ingleses hubieran perdido un ejército entero y no sólo pertrechos. La guerra se hubiera podido decidir pronto; sí, difícilmente hubieran podido los británicos oponerse a una invasión. Sin embargo, el general en jefe regaló la victoria, creyendo sin duda que tenía que respetar a Inglaterra. Creía en las negociaciones. Sí, si entonces nuestros tanques…
Así se lamentaba el Schmidt de otro tiempo, para luego hundirse en una meditación sorda, con la mirada fija en la chimenea. Lo que habrían de ofrecer los otros, movimientos de tenaza victoriosos y técnicas de combate temerarias, no le interesaba. Por ejemplo, había uno que, en los años cincuenta, se había mantenido a flote en Bastei-Lübbe con cuadernillos para soldados y ahora vendía su alma a publicaciones de medio pelo —lo que se llama «prensa amarilla»—, pero en otro tiempo, con reportajes sobre ataques de la Luftwaffe en Adler, había tenido grandes éxitos. Ahora nos explicaba las ventajas del Ju 88 sobre el Ju 87, llamado Stuka, pintándonos con manos ondulantes cómo se arrojaban bombas en picado, es decir, la sencilla puntería con todo el avión, el lanzamiento de las bombas al enderezar el aparato, los breves intervalos entre bomba y bomba en el bombardeo en cadena, y el ataque en curva exterior contra barcos que esquivaban cambiando de rumbo, es decir, serpenteando. Había estado en los Junker, pero también en los He 111. Y concretamente en la carlinga, con vistas sobre Londres y Coventry. Lo contaba de forma bastante objetiva. Había que creerle que sólo por casualidad había sobrevivido a la batalla aérea sobre Inglaterra. En cualquier caso, conseguía demostrarnos el lanzamiento de bombas en cadena desde formaciones de aviones de una forma tan impresionante —usando la expresión «borrar del mapa»—, que volvíamos a tener ante los ojos la época de los contraataques, cuando Lübeck, Colonia, Hamburgo y Berlín fueron destruidas por ataques «terroristas».
Luego, el ambiente en torno a la chimenea amenazó languidecer. La tertulia se las arregló con el cotilleo periodístico habitual sobre qué redactor jefe había despedido a quién. Qué sillón se tambaleaba. Lo que pagaban Springer o Augstein a alguien. Finalmente, la salvación vino de nuestro especialista en arte y submarinos. O bien charlaba de forma colorista, como se estilaba, sobre el Expresionismo y sus tesoros que él tenía acaparados, o nos sobresaltaba con algún grito súbito y amenazador: «¡Zafarrancho de inmersión!». Pronto creímos estar oyendo cargas de profundidad: «… lejos todavía: sonda a sesenta grados». Luego había que «navegar a altura de periscopio…», y luego veíamos el peligro: «Destructor en diagonal a estribor…». Qué suerte que nosotros estuviéramos en seco, mientras fuera un viento racheado se ocupaba de una música apropiada.