1930

Cerca de la Savignyplatz, en la Grolmanstrasse, poco antes del paso subterráneo del suburbano, estaba aquel establecimiento especial. Como cliente ocasional de la cervecería de Franz Diener, me enteraba de los acontecimientos grandes y pequeños de los que en la tertulia habitual, a la que cada noche asistía gente importante, se hablaba con alegría y alcohol. Se hubiera podido creer que, con Franz, que hacia finales de los años veinte, antes de que Max Schmeling lo destronara tras quince asaltos, fue campeón alemán de los pesos pesados, habría algunos contertulios boxeadores retirados o en activo. Pero no. En los años cincuenta y a comienzos de los sesenta, en su establecimiento se juntaban actores, gente del cabaret y de la radio, e incluso escritores y personajes más bien dudosos, que se hacían pasar por intelectuales. De forma que el tema no eran los éxitos de Bubi Scholz y su derrota en el combate contra Johnson, sino cotilleos de teatro, por ejemplo audaces especulaciones sobre las causas de la muerte de Gustaf Gründgens allá lejos, en las Filipinas, o sobre alguna intriga de la emisora Radio Libre Berlín. Todo ello se derramaba a todo volumen hasta la barra. También recuerdo que El vicario de Rolf Hochuth fue bastante discutido, pero por lo demás se evitaba la política, aunque la era de Adenauer tocaba claramente a su fin.

Franz Diener, por mucho que quisiera acentuar su aspecto de posadero honrado, tenía un rostro de boxeador marcado por la dignidad y la melancolía. Se buscaba de buena gana su compañía. De una forma sólida, irradiaba algo misteriosamente trágico. Pero siempre había sido así: los artistas e intelectuales se sentían atraídos por el boxeo. No sólo Brecht cultivaba su debilidad por los hombres de puños fuertes; en torno a Max Schmeling, antes aún de que fuera a América y saltara a las primeras páginas, se reunía gente famosa, entre ellos Fritz Kortner, el actor, y Josef von Sternberg, el director de cine, pero también Heinrich Mann se dejaba ver con él. Por eso, en la taberna de Franz Diener se podía admirar en todas las paredes de la sala delantera, y detrás del mostrador, no sólo fotos de boxeadores en poses conocidas, sino un gran número de fotografías enmarcadas de celebridades de la vida cultural, en otro tiempo o todavía conocidas.

Franz era uno de los pocos profesionales que habían sabido invertir con cierta garantía sus ingresos de los combates de boxeo. En cualquier caso, su taberna estaba siempre llena hasta los topes. La mesa de la tertulia solía estar ocupada hasta después de medianoche. Era él quien servía en persona. Porque cuando, excepcionalmente, se hablaba de boxeo, casi nunca era de sus combates con Neusel o Heuser —Franz era demasiado modesto para sacar a relucir sus victorias—, sino siempre, únicamente, del primero y el segundo combates de Schmeling contra Sharkey en los años treinta y treinta y uno, en que Max se convirtió en campeón de los pesos pesados, aunque pronto tuviera que ceder el título. Se hablaba además de su victoria en Cleveland sobre Young Stribling, al que en el decimoquinto asalto dejó K.O. Sin embargo, esas retrospectivas de unos hombres en su mayoría de cierta edad se desarrollaban, en lo que la política de aquellos años se refería, como en el vacío: ni una palabra sobre el gobierno de Brüning ni del choque cuando los nazis, en las elecciones al Reichstag, se convirtieron de pronto en el segundo partido más votado.

Ya no sé si O.E. Hasse, el actor, que se hizo un nombre con El general del Diablo, o Dürrenmatt, el autor suizo ya entonces famoso, a los que ensayos teatrales traían a veces a Berlín, fueron los que dieron la consigna; quizá fui yo desde la barra. Es posible, porque se trató sobre todo, en la pelea que siguió, de aquella emisión teatral sensacional del 12 de junio del año treinta, que pudimos oír el 13 por la emisora de onda corta americana a partir de las tres de la mañana, y de la que fui yo responsable, como técnico de sonido de la Radiodifusión del Reich en Zehlendorf. Con nuestro receptor de onda corta recientemente construido, me cuidé de que la recepción fuera óptima, lo mismo que antes —aunque no sin parásitos— había transmitido el combate de Schmeling contra Paulino Uzcudun y, antes aún, fui ayudante cuando se transmitió el primer aterrizaje del zepelín en Lakehurst. Cientos de miles oyeron cómo el dirigible LZ 126, sobre Manhattan, hacía su show. Sin embargo, en aquella ocasión, el placer terminó ya al cabo de media hora: en el cuarto asalto, Sharkey, que con su certero gancho de izquierda iba tres asaltos por delante, fue descalificado tras un fuerte gancho al estómago, que alcanzó a Schmeling demasiado bajo, tirándolo al suelo. Mientras Max se retorcía de dolor, fue proclamado nuevo campeón mundial por el árbitro, y por cierto ovacionado, porque Schmeling, incluso en el Yankee Stadium de Nueva York, era el favorito.

Algunos de la tertulia de Franz Diener recordaban todavía aquella emisión de radio.

—¡Pero Sharkey fue claramente el mejor! —decían.

—Qué va. Max necesitaba tiempo. Sólo después del asalto quince se solía crecer…

—Es verdad. Porque cuando, dos años más tarde, después de quince asaltos duros perdió contra Sharkey, todos, hasta el alcalde de Nueva York, protestaron, porque, por puntos, Schmeling era claramente superior.

Los combates posteriores con El bombardero moreno —Max venció en el primer combate, después de doce asaltos, por K.O., y Joe Louis en el segundo, en el primer asalto, ya igualmente por K.O.— se mencionaban sólo de pasada, y lo mismo la calidad, nuevamente mejorada, de nuestras emisiones de radio. Se hablaba más bien de la «Leyenda de Schmeling». En realidad, no había sido un boxeador extraordinario, decían, sino más bien alguien que suscitaba simpatía. Lo realmente grande en él se había conocido por su persona, no por la fuerza de sus puños. También, aunque sin querer, había sido útil para la maldita política de aquellos años: un alemán de exhibición. No es de extrañar que, después de la guerra, cuando perdió en Hamburgo contra Neusel y Vogt, no pudiera volver al cuadrilátero.

Entonces Franz Diener, que se había quedado tras el mostrador y rara vez comentaba los combates de boxeo, dijo:

—Sigo estando orgulloso de haber perdido mi título frente a Max, aunque él sólo se dedique ahora a criar gallinas.

Luego volvió a sacar cerveza, puso huevos en salmuera o albóndigas con una pizca de mostaza, y sirvió ronda tras ronda de aguardiente hasta la raya. Y en la tertulia se habló otra vez de cotilleos de teatro, hasta que Friedrich Dürrenmatt, prolijamente y al modo de Berna, explicó a la concurrencia, reducida ahora al silencio, el Universo con sus galaxias, nebulosas y años-luz.

—Nuestra Tierra, quiero decir lo que hormiguea por ella dándose importancia, ¡no es más que una migaja! —exclamó, y pidió luego otra ronda de cerveza.

Mi siglo
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