1944
Alguna vez tenía que producirse un choque. No es que la gresca se mascara, pero los encuentros de esa índole la traen consigo. Cuando sólo se podía hablar ya de retiradas —«Kiev y Lemberg caídos, el ruski ante Varsovia…»—, cuando el frente que rodeaba a Nettuno se hundió, Roma cayó sin lucha y la invasión dejó en ridículo la invencibilidad del Muro del Atlántico, cuando en Alemania las bombas destruían una ciudad tras otra, no había ya nada que comer y, en el mejor de los casos, los carteles sobre «No robes carbón» y «¡El enemigo te oye!» servían para gastar alguna broma, cuando nuestra tertulia de veteranos se complacía ya sólo en contar chistes sobre cómo aguantar, alguien —uno de aquellos hombres de compañías de propaganda, que en aquellos tiempos nunca estuvieron con la tropa y sólo sabían relinchar en puestos fáciles como sementales de escritorio y luego, cambiando ligeramente de estilo, fabricaron best-sellers— se sacó de la manga la sugerente expresión de «armas prodigiosas».
Respondió un griterío. El jefe máximo de las principales revistas del mercado exclamó:
—¡No sea ridículo!
Hubo incluso algún pitido. Pero el señor, ya anciano, no cejó. Tras una sonrisa provocadora, vaticinó un futuro al «mito de Hitler». Poniendo por testigos a Carlomagno, matador de sajones, naturalmente al gran Federico y, como es lógico, al «depredador Napoleón», levantó al «principio del Führer» un monumento con futuro. No tachó ni una palabra del artículo sobre las armas prodigiosas que, en el verano del cuarenta y cuatro, apareció en el Völkischer Beobachter, hizo furor y —claro está— reforzó la voluntad de aguantar.
Ahora se puso de pie, con la chimenea a la espalda, y se irguió.
—¿Quién mostró a Europa con lucidez el camino? ¿Quién, salvando a Europa, se opuso hasta el final a la ola bolchevique? ¿Quién dio, con las armas de largo alcance, el primer paso decisivo para desarrollar sistemas portadores de cabezas atómicas? Sólo él. Sólo en él se da la grandeza que quedará ante la Historia. Y, en lo que se refiere a mi artículo en el Völkischer, yo preguntaría a los aquí presentes: ¿no nos solicitan otra vez, aunque sólo sea en forma de esa ridícula Bundeswehr, como soldados? ¿No somos punta de lanza y baluarte a un tiempo? ¿No se demuestra hoy, aunque con retraso, que nosotros, que Alemania en realidad, ganó la guerra? Con admiración y envidia, el mundo contempla nuestra incipiente recuperación. Después de una derrota total, el exceso de energía nos da la fuerza económica. Otra vez somos alguien. Pronto estaremos en cabeza. Y también el Japón ha conseguido…
El resto se perdió entre estrépito, risas, respuestas y contrarrespuestas. Alguien le gritó a la cara: «Deutschland über alles!», citando así el título de su best-seller, popular desde hacía años. El gran jefe privó a nuestra tertulia de su presencia de huno, protestando en voz alta. El autor presente, sin embargo, se alegró de los efectos de su provocación. Volvió a sentarse y dio a su mirada un aire de fuerza visionaria.
Nuestro anfitrión y yo tratamos inútilmente de iniciar un debate un poco ordenado. Algunos querían sin falta resarcirse de la retirada y sobrevivir de nuevo al desastre de la batalla en la bolsa en Minsk, a otros el atentado de la Fortaleza del Lobo dio motivo para la especulación: «Si hubiera salido bien, un alto el fuego con los aliados occidentales habría estabilizado el frente oriental, de forma que, unidos a los americanos contra el ruski…», pero la mayoría se lamentaba de la pérdida de Francia, recordando días maravillosos en París y, en general, los atractivos del «estilo de vida francés», y se veían al principio de la invasión, en las playas de Normandía, tan perdidos en lo legendario como si sólo hubieran tenido noticia del gran desembarco en los años de la posguerra y, concretamente, por las películas americanas en cinemascope. Naturalmente, algunos contaban historias de faldas, como nuestro experto en submarinos y en arte, que lloraba a sus novias francesas en cada puerto, para luego volver a la caza del enemigo y la inmersión.
Sin embargo, el vejete, a quien el «mito de Hitler» llegaba al alma, insistió en recordarnos la concesión del premio Nobel de Química a un alemán. Su mensaje vino desde el banco de la chimenea, en donde, al parecer, había dado una cabezada:
—Eso ocurrió, señores, poco después de haber caído Aquisgrán y pocos días antes de comenzar nuestra última ofensiva, la de las Ardenas, cuando la Suecia neutral honró a Otto Hahn, destacado científico, porque fue el primero que descubrió la fisión nuclear. Evidentemente, demasiado tarde para nosotros. Sin embargo, si hubiéramos dispuesto antes que América —aunque hubiera sido en el último segundo— de aquella arma prodigiosa decisiva…
No había ya ruidos. Sólo silencio y un sordo meditar en las consecuencias de la oportunidad perdida. Suspiros, meneos de cabeza y carraspeos, a los que, sin embargo, no siguió ninguna declaración de peso. Hasta a nuestro submarinista, hombre bonachón de tipo brutote, se le habían acabado las historias de la mar.
Entonces el anfitrión se cuidó de ofrecer un grog al estilo frisio. Y el grog consiguió poco a poco que hubiera ambiente. Nos acercamos. Nadie quería salir afuera a la noche que comenzaba. Habían anunciado tormentas.