1946

Polvo de ladriyo, se lo digo yo, ¡por toas partes polvo de ladriyo! En el aire, en los trapos, entre los dientes y no sé dónde más. Pero a las mujeres eso no nos picaba. Lo importante era que por fin había paz. Y hoy quieren levantarnos un monumento. ¡Sí! Hay una iniciativa, como dicen: ¡La mujer quitaescombros de Berlín! Entonces, sin embargo, cuando por todas partes sólo había ruinas y entre los caminitos que se iban haciendo un montón de cascotes, la hora se pagaba sólo a sesenta y un pfennig, todavía me acuerdo. Sin embargo, había una cartiya de racionamiento mejor, se yamaba la dos, y era una cartiya de trabajador. Porque en las cartiyas de las amas de casa sólo había trescientos gramos de pan al día y siete gramos de grasa escasos. Qué se puede hacer con semejante ridiculez, ¿me quieren decir?

Qué trabajo más duro, desescombrar. Yo con Lotte, que es mi hija, golpeábamos en grupo: en el centro de Berlín, en donde casi todo es plano. Lotte estaba ayí siempre con el cochecito del niño. El chaval se yamaba Felix, pero le dio tisis, supongo que de tanto polvo de ladriyo. Se le murió luego en el cuarenta y siete, antes de que su marío volviera de la prisión. Se conocían apenas, los dos. Había sido una boda de guerra por poeres, porque él luchó primero en los Balcanes y luego en el frente del Este. El matrimonio no aguantó. Bueno, porque interiormente eran dos extraños. Y él no quería ayudar ni pizca, ni siquiera trayendo troncos del Tiergarten. Sólo quería estar echado, abriendo agujeros en el techo con los ojos. Bueno, porque en Rusia, supongo, vivió cosas bastante malas. Sólo se quejaba, como si las noches de bombardeo hubieran sido para nosotras un gran placer. Quejarse no servía de nada. Arrimábamos el hombro: ¡A desescombrar! ¡De desescombrar! Y a veces desescombrábamos también tejaos bombardeaos y plantas enteras. Los cascotes al cubo y luego bajar cinco tramos de escalera, porque no teníamos aún tobogán.

Y una vez, eso lo recuerdo aún, estuvimos revolviendo en un piso vacío, que había sufrío daños parciales. No quedaba nada, salvo el papel pintado hecho trizas. Sin embargo, Lotte encontró en un rincón un osito de trapo. Estaba tó yeno de polvo antes de que eya lo sacudiera. Y entonces pareció nuevo. Pero todos nos preguntamos qué habría sido del niño al que pertenecía el osito. Ninguna del grupo queríamos al osito, hasta que Lotte se lo yevó para su Félix, porque entonces vivía aún el pequeño. Sin embargo, la mayoría de las veces cargábamos con la pala vagonetas o quitábamos el mortero a los ladriyos todavía enteros. Al principio, volcaban los cascotes en los cráteres de bomba, pero luego, con camiones, los yevaban al montón de escombros, que entretanto se ha vuelto muy verde y ofrece una bonita vista.

¡Esazto! Los ladriyos toavía enteros se apilaban. Lotte y yo lo hacíamos a destajo: limpiar ladriyos. Éramos un grupo estupendo. Había en él mujeres que, sin duda, habían conocido tiempos mejores. Viudas de funcionarios y hasta una verdadera condesa. Lo recuerdo aún: se yamaba Von Türkheim. Supongo que tenía sus tierras en el Este. ¡Y qué aspezto teníamos! Pantalones de mantas viejas de la Wehrmacht, jerseys de restos de lana. Y todas con un pañuelo en la cabeza, bueno, por el polvo. Dicen que éramos unas cincuenta mil en Berlín. No, sólo mujeres y ningún hombre. Había demasiado pocos. Y los que todavía seguían vivos no hacían nada o se dedicaban al mercado negro. El trabajo duro no era para eyos.

Sin embargo, una vez, eso lo recuerdo aún, mientras íbamos animosas a la colina de escombros porque teníamos que desenterrar una viga de hierro, agarré un zapato. Esazto, detrás había un hombre. Sin embargo, ya no se reconocía mucho de él: sólo que era de la Volkssturm, porque lo ponía en el brazalete de su abrigo. Y aquel abrigo parecía todavía muy utilizable. Lana pura, género de antes de la guerra. ¡Vaya!, me dije, agarrándolo, antes de que fueran a recoger al hombre. Hasta tenía tós los botones. Y en una manga del abrigo había una armónica Hohner. Se la regalé a mi yerno, para animarlo un poquiyo. Pero él no quiso tocar. Y si lo hacía, sólo cosas tristes. En eso Lotte y yo éramos muy distintas. Había que salir de alguna forma adelante. Y salimos, poquito a poquito…

¡Es verdad! Encontré trabajo en la cantina del ayuntamiento de Schöneberg. Y Lotte, que en la guerra había estado en las transmisiones, luego, cuando los escombros habían desaparecido bastante, estudió en la universidad popular taqui y mecanografía. Pronto consiguió un trabajo y ahora es algo así como secretaria, desde que se divorció. Pero todavía recuerdo cómo Reuter, que era el alcalde entonces, nos elogió a todas. Y casi siempre voy cuando las mujeres de los escombros se reúnen para tomar café y pasteles en el café Schilling de la Tauentzien. Siempre se pasa bien.

Mi siglo
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