1976

Dondequiera que nos encontrásemos en el Berlín oriental, creíamos que había escuchas. Sospechábamos que había por todas partes, bajo el enlucido, en la lámpara del techo, incluso en los jarrones de flores, pequeños micrófonos cuidadosamente ocultos, y por eso hablábamos irónicamente de aquel Estado tutelar y de su insaciable necesidad de seguridad. Lenta y claramente, para que lo apuntaran, revelábamos secretos que ponían de relieve el carácter esencialmente subversivo de la poesía y atribuían al uso deliberado del subjuntivo intenciones conspiradoras. Aconsejábamos a la «Empresa», como se llamaba en confianza a la Seguridad del Estado de la Potencia de los Obreros y Campesinos, que pidiera ayuda oficialmente a la competencia (Pullach o Colonia), si resultaba que nuestras sutilezas intelectuales y metáforas decadentes sólo podían descifrarse de forma transfronteriza, es decir, mediante una colaboración panalemana. Arrogantemente, jugábamos con la Stasi y sospechábamos —medio en serio y medio en broma— que en nuestro grupo había un chivato al menos, asegurándonos amistosamente que «en principio» cualquiera de nosotros era sospechoso.

Veinte años después, Klaus Schlesinger, que había examinado en el departamento que llevaba el nombre de «Gauck» todo el celo de la Stasi en relación con él, me envió algunos informes de soplones relativos a nuestras reuniones conspiradoras (de mediados de los setenta). Sin embargo, allí se podía leer sólo quién se había reunido con quién ante la librería de la Friedrichstrasse, quién había besado a quién como saludo o le había entregado algún regalo, por ejemplo una botella envuelta en papel de colores, y también con qué Trabi (matrícula) habían viajado los interesados adónde, en qué casa (calle, número) habían desaparecido y en qué momento todas las personas observadas y cuándo —después de más de seis horas de vigilar al «objeto»—, todos habían abandonado la casa designada como tal «objeto» y se habían ido en diversas direcciones: los del Oeste a su lugar de procedencia, algunos riéndose y haciendo ruido, después de haber hecho un consumo de alcohol al parecer elevado.

De forma que nada de micrófonos. No había chivatos en nuestro grupo. No había nada escrito sobre nuestros ejercicios de lectura. Nada, —¡qué decepción!— sobre la materia explosiva de la poesía rimada o sin rimar. Y ninguna alusión a las conversaciones subversivas ante café y tarta. De modo que no quedó recogido lo que los del Oeste podían informar de sensacional sobre la película Tiburón, recientemente estrenada en un cine del Ku’damm. Las valoraciones sobre el proceso que se desarrollaba en Atenas contra los coroneles de la Junta se perdieron en el aire sin ser escuchadas. Y cuando informamos a nuestros amigos, yo en calidad de conocedor del lugar, acerca de la batalla contra la central nuclear de Brokdorf, en la que la policía empleó por primera vez y con éxito inmediato la llamada «maza química», probada en los Estados Unidos, para luego, con helicópteros en vuelo rasante, acosar por los campos llanos de la marisma de Wilster a los miles de ciudadanos que protestaban, las autoridades orientales dejaron de enterarse también de la eficiencia de las intervenciones de la policía occidental.

¿O quizá no se dijo nada en nuestra peña sobre Brokdorf? ¿Podría ser que cuidáramos de no estropear a nuestros colegas aislados del otro lado del Muro su imagen de Occidente relativamente intacta, y les ahorrásemos el uso de la porra química y la descripción, demasiado deprimente, de policías que golpeaban, golpeaban y derribaban incluso a mujeres y niños? Más bien supongo que Born o Buch, o yo, citaríamos de forma intencionadamente objetiva aquel gas impronunciable (cloracetofenón), con el que se llenaban los pulverizadores utilizados en Brokdorf, relacionándolo con el gas que se empleó ya en la Primera Guerra Mundial con el nombre de «cruz blanca», y que luego Sarah o Schädlich, Schlesinger o Rainer Kirsch opinaron que la Volkspolizei no estaba todavía tan bien armada, aunque eso podría cambiar en cuanto se dispusiera de más divisas, porque en principio lo que el Oeste lograba era también deseable para el Este.

Especulaciones inútiles. Nada de eso se encuentra en los papeles de la Stasi de Schlesinger. Y lo que no se encuentra allí no existió nunca. Sin embargo, todo hecho reflejado en el papel con indicación de fecha, nombre del lugar y señas personales era un hecho y tenía su peso y decía la verdad. Así pude leer en el regalo de Schlesinger —eran fotocopias— que en una de las visitas al Berlín oriental observadas cada vez hasta llegar a la puerta de la casa, me había acompañado una persona —mujer, alta, de pelo rubio y rizado— que, como supo completar el control de frontera, había nacido en Hiddensee, isla del Báltico y llevaba consigo su labor de punto pero, hasta entonces, era desconocida en los círculos literarios.

Así apareció Ute en los expedientes. Desde entonces ella es un hecho. Ningún sueño puede llevársela. Porque en adelante ya no tuve que perderme de aquí allá, en donde no reinaba la respectiva paz conyugal. Más bien escribí El Rodaballo a sotavento de ella, capítulo tras capítulo y sobre la piel pedregosa, y seguía leyendo a mis amigos, en cuanto nos reuníamos, ya fuera algo gótico sobre los «Arenques de Escania», ya alguna alegoría barroca «Sobre la pesadumbre de un tiempo malo». Sin embargo, lo que Schädlich, Born, Sarah y Rainer Kirsch o yo leímos realmente en lugares cambiantes no figura en los papeles de Schlesinger, de forma que no es un hecho, no cuenta con la bendición de la Stasi ni con la del «Gauck»: a lo sumo, cabe suponer que yo, cuando Ute se convirtió en un hecho, leí «La otra verdad», continuación del cuento, y que Schädlich nos leyó ya entonces, o sólo en el año siguiente, el comienzo de su Tallhover, historia del soplón inmortal.

Mi siglo
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