1924
La fecha de Colón era segura. Ese mismo día debíamos despegar. Lo mismo que el genovés el anno Domini de 1492, con un «¡a todo trapo!», puso rumbo a las Indias, aunque en realidad fuera América, nosotros, desde luego con instrumentos más exactos, íbamos a iniciar una empresa aventurera. En realidad, a primeras horas de la mañana del 11 de octubre nuestro dirigible estaba dispuesto en el hangar abierto. Había a bordo, en cantidades exactamente calculadas, combustible para cinco motores Maybach y agua de lastre. El equipo encargado del amarre tenía ya la maroma en las manos. Pero el LZ 126 no quería flotar, se había vuelto pesado y siguió siéndolo, porque de pronto, con las masas de aire más calientes, entró niebla, gravitando sobre toda la zona del lago de Constanza. Como no podíamos reducir el agua ni el carburante, hubo que aplazar la salida hasta el día siguiente. La burla de la multitud que aguardaba fue difícilmente soportable. Pero el día 12 despegamos felizmente.
Una dotación de veintidós hombres. El que yo, como mecánico de a bordo, pudiera participar había sido mucho tiempo dudoso, porque pasaba por ser uno de los que, como protesta nacional, destruyeron nuestros cuatro últimos dirigibles, estacionados en Friedrichshafen para ser entregados al enemigo; lo mismo que más de setenta buques de nuestra armada, entre ellos una docena de acorazados y buques de línea, que había que entregar a los ingleses, fueron hundidos por los nuestros, el 19 de junio, ante Scapa Flow.
Los Aliados reclamaron pronto indemnizaciones. A nosotros nos querían cobrar más de tres millones de marcos-oro. Entonces, Zeppelin GmbH hizo la propuesta de saldar todas las deudas entregando un dirigible construido con las técnicas más modernas. Y, como los militares americanos tenían un interés más que vivo en nuestro modelo más reciente, que garantizaba una capacidad de 70.000 metros cúbicos de helio, el chalaneo tuvo éxito: el LZ 126 debía ser llevado a Lakehurst y ser entregado inmediatamente después del aterrizaje.
Eso precisamente lo consideraron muchos de los nuestros una vergüenza. Yo también. ¿No habíamos sido suficientemente humillados? Aquella paz dictada, ¿no había impuesto ya cargas excesivas a la Patria? Nosotros, es decir algunos de nosotros, jugábamos con la idea de dejar sin fundamento aquel mal negocio. Mucho tiempo tuve que luchar conmigo mismo para poder encontrar a aquella operación un sentido mínimamente positivo. Sólo cuando prometí al Dr. Eckener, al que todos respetábamos como capitán y como persona, renunciar a un sabotaje me dejaron ser de la partida.
El LZ 126 era de una belleza impecable que todavía hoy tengo ante los ojos. Sin embargo, mi pensamiento desde el principio, todavía sobre el continente europeo, mientras nos desplazábamos a sólo cincuenta metros de altura sobre los collados de la Côte d’Or, estaba dominado por la idea de la destrucción. Al fin y al cabo, aunque lujosamente equipado para dos docenas, no llevábamos pasajeros a bordo; sólo algunos militares americanos, que nos vigilaban a todas horas. Sin embargo, cuando, sobre la costa española de cabo Ortegal, tuvimos que luchar con grandes baches aéreos, la nave cabeceaba de forma considerable y todas las manos estaban ocupadas en mantener el rumbo, y los militares tuvieron que dedicar su atención a la navegación, hubiera sido posible un atentado. Habría bastado con forzar un aterrizaje prematuro mediante el lanzamiento de los depósitos de combustible. Esa tentación la sentí otra vez cuando teníamos debajo las Azores. Las dudas me invadían día y noche, me sentía tentado, buscaba la oportunidad. Todavía cuando subimos a dos mil metros sobre la niebla del banco de Terranova y, poco después, cuando en una tormenta se rompió un cable de tensión, quise apartar de nosotros la vergüenza, cada vez más próxima, de la entrega del LZ 126, pero todo se quedó en un simple pensamiento.
¿Por qué titubeaba? Por miedo, desde luego, no. Al fin y al cabo, en el curso de la guerra sobre Londres, en cuanto nuestra nave aérea era descubierta por los proyectores, había estado expuesto al peligro constante de ser derribado. No, no conocía el miedo. Lo que pasaba era que la voluntad del Dr. Eckener me había paralizado, aunque no convencido. Él, a pesar de toda la arbitrariedad de las potencias vencedoras, insistía en aportar la prueba de la eficiencia alemana, aunque fuera en figura de nuestro cigarro celeste, relucientemente plateado. En definitiva me sometí a su voluntad hasta la renuncia total; porque un accidente insignificante, por decirlo así sólo simbólico, apenas hubiera hecho impresión, sobre todo porque los americanos habían enviado dos cruceros a nuestro encuentro, con los que nos manteníamos en contacto constante por radio. Hubieran acudido en nuestra ayuda en caso de necesidad, no sólo en el supuesto de un fuerte viento contrario sino también del más mínimo sabotaje.
Sólo hoy sé que mi renuncia a aquel acto liberador fue acertada. Pero ya entonces, cuando el LZ 126 se acercaba a Nueva York, cuando, el 15 de octubre, la Estatua de la Libertad nos saludó saliendo de la bruma matutina, cuando subimos por la Bay; cuando finalmente tuvimos bajo nosotros a la metrópoli, con su cordillera de rascacielos, y todos los buques atracados en el puerto nos saludaron con sus sirenas; cuando, dos veces, a media altura, sobrevolamos de lado a lado Broadway en toda su longitud, para subir luego a tres mil metros, a fin de que todos los habitantes de Nueva York se sintieran impresionados por la imagen, reluciente al sol de la mañana, de la eficiencia alemana; cuando, finalmente, viramos hacia Lakehurst y tuvimos tiempo aún para lavarnos y afeitarnos con la reserva de agua que quedaba; cuando nos habíamos preparado como terrícolas para el aterrizaje y la recepción, me sentí no sólo orgulloso, sino inconteniblemente orgulloso.
Más tarde, cuando habíamos hecho ya la triste entrega de la nave y aquel orgullo nuestro total se llamó en lo sucesivo Los Ángeles, el Dr. Eckener me dio las gracias y me aseguró que había vivido mi lucha conmigo.
—Sí —dijo—, es difícil cumplir el urgente mandamiento de conservar la dignidad.
¿Qué sentiría cuando, trece años después, la más hermosa expresión del Reich nuevamente fortalecido, el Hindenburg, por desgracia no lleno de helio sino de combustible inflamable, se incendió al aterrizar en Lakehurst? ¿Estaría tan seguro como yo? ¡Fue un sabotaje! ¡Fueron los rojos! Ellos no titubearon. Su dignidad obedecía a otro mandamiento.