1989

Cuando, viniendo de Berlín, volvimos a la región de Lauenburg, pudimos escuchar con retraso la noticia por la radio del coche, porque estábamos abonados al Tercer Programa, y entonces yo, lo mismo que otros tropecientos mil, grité probablemente: «¡Qué locura!», con alegría y susto, «¡eso es una locura!», y luego, lo mismo que Ute, que iba sentada al volante, nos perdimos en nuestros pensamientos progresivos y regresivos. Un amigo, que tenía al otro lado del Muro su vivienda y su lugar de trabajo, y que, lo mismo antes que ahora, custodia legados en el Archivo de la Academia de las Artes, recibió la piadosa nueva igualmente con demora, por decirlo así, con espoleta retardada.

Según su versión, volvía, sudando por el jogging, del Friedrichshain. Nada insólito, porque, entretanto, también los del Berlín Este conocían bien esa automortificación de origen norteamericano. En el cruce de la Käthe-Niederkircher-Strasse con la Bötzowstrasse se tropezó con un amigo al que el jogging le había hecho también jadear y sudar. Los dos, sin dejar de correr sobre el sitio, se citaron para tomar por la noche una cerveza, y cuando llegó la noche se sentaron en el amplio cuarto de estar del amigo, que tenía un puesto de trabajo seguro en la, como se decía entonces, «producción de materiales», por lo que a mi amigo no le extrañó encontrar en el piso de su amigo un suelo de parqué recién puesto; semejante adquisición hubiera sido prohibitiva para él, que en el Archivo sólo manejaba papeles y era responsable, todo lo más, de las notas de pie de página.

Bebieron una Pilsner y luego otra. Después apareció en la mesa el aguardiente de Nordhausen. Hablaron de otros tiempos, de hijos adolescentes y de barreras ideológicas en las reuniones de padres de alumnos. Mi amigo, que es del Erzgebirge, en cuyas cumbres había estado yo dibujando madera muerta el año anterior, quería, como dijo a su amigo, ir allí a esquiar con su mujer el próximo invierno, pero tenía problemas con su Warburg, cuyos neumáticos tanto delanteros como traseros estaban tan gastados que apenas tenían dibujo. Ahora esperaba conseguir, por medio de su amigo, otros neumáticos de invierno: quien en una situación de Socialismo realmente existente puede ponerse parqué por su cuenta, debe de saber también cómo se consiguen neumáticos especiales con la indicación M + S (Matsch und Schnee), es decir, «barro y nieve».

Mientras que nosotros, ahora ya con el alegre mensaje en el alma, nos íbamos acercando a Behlendorf, en el llamado «cuarto de Berlín» del amigo de mi amigo la televisión estaba encendida y con el sonido casi a cero. Y mientras los dos seguían conversando ante aguardiente y cerveza sobre el problema de los neumáticos y el propietario del parqué opinaba que, en principio, sólo podían conseguirse neumáticos nuevos con «dinero de verdad», aunque se ofreció a proporcionar inyectores para el carburador del Warburg, pero sin poder dar más esperanzas, mi amigo echó una rápida ojeada a la pantalla sin sonido, en la que aparentemente pasaban una película en cuyo argumento unos jóvenes trepaban al Muro, se sentaban a horcajadas sobre la protuberancia superior y la policía de fronteras contemplaba la diversión sin hacer nada. Al hacerle observar ese menosprecio del Muro de Protección, el amigo de mi amigo dijo: «¡Típicamente occidental!». Luego comentaron la falta de gusto actual —«seguro que es una película sobre la guerra fría»— y pronto estuvieron hablando otra vez de los dichosos neumáticos de verano y los ausentes neumáticos de invierno. No se habló del Archivo ni de los legados allí depositados de escritores más o menos importantes.

Mientras nosotros vivíamos ya con conciencia de la época sin Muro que se avecinaba y —apenas llegados a casa— pusimos la televisión, al otro lado del Muro hizo falta un ratito más para que, por fin, el amigo de mi amigo diera unos pasos por el parqué recién puesto y aumentara al máximo el sonido del televisor. Se acabó el hablar de neumáticos de invierno. Ese problema lo resolvería la nueva era, el «dinero de verdad». Apurar aún de un trago el aguardiente que quedaba, y luego corre que te corre hacia la Invalidenstrasse, en donde se estaban atascando los coches —más Trabant que Warburg—, porque todos querían dirigirse al paso de frontera, maravillosamente abierto. Y quien escuchaba atentamente podía oír cómo todos, casi todos los que querían ir al Oeste a pie o en Trabi, gritaban o susurraban: «¡Qué locura!», lo mismo que yo había gritado: «¡Qué locura!», poco antes de Behlendorf, aunque luego dejara correr mis pensamientos.

Me olvidé de preguntar a mi amigo cómo, cuando y con qué dinero consiguió por fin los neumáticos de invierno. También me hubiera gustado saber si el fin de año del ochenta y nueve al noventa lo celebró en el Erzgebirge con su mujer, que en tiempos de la RDA había sido una patinadora de velocidad famosa. Porque, de algún modo, la vida continuaba.

Mi siglo
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