1907
A finales de noviembre se quemó, en la Celler Chaussee, nuestro taller de prensado: siniestro total. Sin embargo, estábamos en plena faena. Sin exagerar: escupíamos treinta y seis mil discos al día. Nos los quitaban de las manos. Y el volumen de ventas de nuestro catálogo gramofónico llegó a los doce millones de marcos anuales. El negocio iba especialmente bien, porque en Hanóver, desde hacía dos años, prensábamos discos que podían ponerse por ambos lados. Sólo los había en América. Mucho trompeteo militar. Poco que correspondiera a altas exigencias. Sin embargo, por fin consiguió Rappaport, es decir, un servidor, convencer a Nellie Melba, la Gran Melba, para que grabara. Al principio hacía remilgos, como luego Chaliapin, que tenía un miedo bárbaro a perder su suave voz de bajo a causa de aquel trasto diabólico, como llamaba a nuestra técnica más reciente. Joseph Berliner, que con su hermano Emile fundó en Hanóver, antes ya de final de siglo, Die Deutsche Grammophon, trasladó luego su sede a Berlín, y con sólo veinte mil marcos de capital fundacional corría un riesgo bastante grande, me dijo una hermosa mañana:
—Haz la maleta, Rappaport, tienes que salir rápidamente hacia Moscú y, no me preguntes cómo, conseguir convencer a Chaliapin.
¡Sin exagerar! Tomé el primer tren, sin mucho equipaje, pero me llevé nuestros primeros discos de goma laca, y además el de la Melba, por decirlo así, como regalo para él. ¡Aquello sí que fue un viaje! ¿Conoce el restorán Yar? ¡Exquisito! Luego vino una larga noche en chambre séparée. Al principio bebíamos sólo vodka en vasos de agua, hasta que Fiodor, finalmente, se santiguó y empezó a cantar. No, no su plato fuerte de Boris Godunov, sino sólo esas cosas piadosas que los monjes refunfuñan con voces abismalmente profundas. Luego nos pasamos al champaña. Pero sólo hacia el amanecer firmó, llorando y santiguándose sin parar. Como desde la niñez cojeo, cuando le insistí en que firmara, pensó sin duda que era el diablo. Y sólo llegó a firmar porque teníamos ya en el bolsillo al gran tenor Sobinov, cuyo contrato pudimos mostrar a Chaliapin, por decirlo así, como modelo. En cualquier caso, Chaliapin se convirtió en nuestra primera auténtica estrella discográfica.
Luego vinieron todos: Leo Slezak y Alessandro Moreschi, a los que grabamos como últimos castrados. Y luego conseguí, en aquel hotel de Milán —increíble, lo sé, un piso más arriba de la habitación en que murió Verdi— la primera grabación de Enrico Caruso: ¡Diez arias! Naturalmente, con contrato en exclusiva. Pronto cantó también para nosotros Adelina Patti y qué sé yo quién más. Suministrábamos a todos los países imaginables. Las casas reales inglesa y española pertenecían a nuestra clientela habitual. Por lo que se refiere a la casa Rothschild de París, Rappaport consiguió incluso, con algunos trucos, eliminar a su proveedor americano. Sin embargo, como comerciante en discos, me resultaba claro que no debíamos seguir siendo exclusivos, porque sólo importa el volumen, y que teníamos que descentralizarnos, para, con otros talleres de prensado en Barcelona, Viena y —¡sin exagerar!— Calcuta, poder defendernos en el mercado mundial. Por eso el incendio de Hanóver no fue un desastre completo. Sin embargo, la verdad es que nos entristeció porque fue en la Celler Chaussee, con los hermanos Berliner, donde empezamos muy modestamente. Sin duda los dos eran genios, yo sólo un comerciante en discos, pero Rappaport lo supo siempre: con los discos y el gramófono, el mundo se reinventa. Sin embargo, Chaliapin siguió santiguándose infinidad de veces, todavía durante muchos años, antes de cada grabación.