1942

A la mañana siguiente nos reunimos sólo lentamente, por decirlo así, con cuentagotas. Como la cubierta de nubes toleraba algunos agujeros de sol, se podía dar un garbeo más o menos en dirección a Keitum. Sin embargo, en el zaguán de la vivienda, cuyo maderamen rústico prometía una capacidad de carga de siglos, volvía a arder —o seguía ardiendo— la chimenea. Nuestro anfitrión se ocupó de servirnos té en teteras ventrudas. Pero, las conversaciones se desarrollaban con sordina. Ni siquiera la actualidad daba tema. Sólo con paciencia se podían sacar de la pobre ensalada verbal de aquella lacónica tertulia algunas palabras clave que sugerían, sin convertirlos en acontecimiento, la bolsa de Vóljov, el cerco de Leningrado o el frente ártico. Uno hablaba, de forma más bien turística, del Cáucaso. Otro, como si estuviera de vacaciones, disertaba sobre la ocupación del sur de Francia. De todas formas, se tomó Járkov: comenzó la gran ofensiva del verano. Lentamente, sin embargo, empezaron las críticas. A un reportero le habían suprimido a los que se helaron en el lago Ladoga, a otro el avituallamiento que faltó ante Rostov. Y luego, en una pausa casual, hablé yo.

Hasta entonces me había sido posible retraerme. Es posible que aquellos jefes de redacción que eran peces gordos me intimidaran un poco. Pero como ese grupo, con el especialista en arte y submarinos, todavía no había aparecido y, probablemente, había encontrado un público más atractivo en los antros para VIPS que rodeaban Sylt, aproveché la oportunidad y hablé; no, tartamudeé, porque nunca he sido de palabra muy fácil:

—Había dejado Sebastopol y estaba de permiso en casa. Vivía con mi hermana en las proximidades del mercado nuevo. Todo parecía hasta cierto punto pacífico, casi como antes. Fui al dentista y dejé que me metiera el torno en una muela de la izquierda, que me palpitaba de mala manera. Me dijo que dos días más tarde me la empastaría. Sin embargo, no llegó a hacerlo. Porque en la noche del 30 al 31 de mayo… Con luna llena… Como un martillazo… Unos mil bombarderos de la Royal Air Force… Primero arrasaron nuestra artillería antiaérea, y luego, un montón de bombas incendiarias, después bombas de fragmentación, minas aéreas, bidones de fósforo… No sólo en el centro de la ciudad sino también en los distritos exteriores, hasta Deutz y Mülheim en la otra orilla del Rhin… Sin blanco preciso, alfombras de bombas… Barrios enteros… En nuestro caso, sólo se incendió el tejado, pero al lado cayeron… Y presencié cosas que no es posible… En la vivienda de dos ancianas que vivían encima de nosotros, ayudé a apagar las llamas de su alcoba, en donde las cortinas y las dos camas ardían… Apenas había terminado, una de las ancianas dijo: «¿Y quién va a mandar a alguien para limpiar la casa?». Pero esas cosas no se pueden contar. Tampoco los sepultados… O los cadáveres carbonizados… Sin embargo, todavía veo en la Friesenstrasse los cables del tranvía colgando entre las ruinas humeantes, bueno, como serpentinas de Carnaval. Y en la Breite Strasse, cuatro grandes edificios comerciales eran sólo esqueletos metálicos. Quemada la Agrippahaus con los dos cines. En el Ring, el café Wien, en donde en otro tiempo con Hildchen, que luego fue mi mujer… A la jefatura de policía le faltaban los últimos pisos… Y Santos Apóstoles partida por un hachazo… Pero la catedral está en pie, humeante pero ahí está, mientras a su alrededor y también el puente de Deutz… Ah sí, y la casa en donde estaba la consulta de mi dentista, sencillamente, había desaparecido. Fue, si se prescinde de Lübeck, el primer ataque «terrorista». Bueno, en realidad empezamos nosotros con Rotterdam y Coventry, sin contar Varsovia. Y así continuó hasta Dresde. Siempre hay alguien que empieza. Pero con mil bombarderos, entre ellos setenta Lancaster tetramotores… Es verdad que nuestra artillería antiaérea derribó más de treinta… Pero eran cada vez más… Sólo cuatro días más tarde volvió a funcionar el tren. Interrumpí mi permiso. Aunque la muela seguía palpitándome. Quería volver al frente. Allí sabía al menos con qué había que contar. Lloré, lloré literalmente, os lo aseguro, cuando vi desde Deutz mi Colonia. Humeaba aún y sólo la catedral seguía en pie…

Me escuchaban. Eso no pasaba con frecuencia. Porque no soy de palabra suficientemente fácil. Aquella vez, sin embargo, este humilde servidor había encontrado el tono. Algunos hablaron entonces de Darmstadt y Würzburg, de Nuremberg, Heilbronn, etcétera. Y de Berlín, naturalmente, de Hamburgo. Un montón de escombros… Siempre las mismas historias… En realidad no se puede contar… Sin embargo, luego, hacia el mediodía, cuando nuestra tertulia se había llenado hasta cierto punto, le tocó el turno a Stalingrado, nada más que Stalingrado, aunque ninguno de nosotros estuvo en el cerco. Tuvimos suerte todos…

Mi siglo
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