1959

Lo mismo que Anna y yo —en el cincuenta y tres— nos encontramos en aquel Berlín de enero frío en la pista de baile del Cáscara de Huevo, bailábamos ahora, porque sólo fuera de los salones de la Feria del Libro, con sus veinte mil novedades y sus tropecientos mil expertos parloteantes, se podía encontrar refugio, por cuenta de la editorial (¿Luchterhand o la flamante «Colmena» de S. Fischer?, desde luego no en el encerado parqué de Suhrkamp; no, era un local alquilado por Luchterhand); ligeros de pies como siempre, Anna y yo, nos buscamos y encontramos bailando, a los acordes de una música con ritmo de nuestros años jóvenes —¡Dixieland!—, como si sólo bailando pudiéramos salvarnos de aquella barahúnda, de aquella inundación de libros, de todas aquellas personas importantes, escapar así ágilmente a su cháchara —«¡un éxito! Böll, Grass y Johnson son los ganadores…»— y al mismo tiempo superar, girando rápidamente, nuestro presentimiento: ahora acaba algo, ahora empieza algo, ahora tenemos un nombre, y eso con piernas elásticas, muy apretados o a la distancia de las yemas de los dedos, porque aquel murmullo de los salones de la Feria —«Billar, Conjeturas, Tambor de hojalata…»— y el susurro de aquella fiesta —«por fin ha nacido la literatura alemana de la posguerra…»— o bien partes militares «a pesar de Friedrich Sieburg y el Frankfurter Allgemeine Zeitung, hemos logrado romper el frente…»— sólo podían oírse de pasada, locos por la música y sueltos, porque el Dixieland y el latido de nuestros corazones eran más fuertes, nos daban alas y nos hacían ingrávidos, de forma que el peso del novelón —setecientas treinta páginas— se había suspendido en el baile y nosotros ascendíamos de edición en edición, quince, no, veinte mil, y entonces Anna, cuando alguien gritó: «¡treinta mil!», y conjeturó contratos con Francia, el Japón y Escandinavia, de pronto, como estábamos sobrepasados por el éxito y bailábamos desprendidos del suelo, perdió su combinación de tres volantes, ribeteada con una tira de ganchillo, cuando el elástico cedió o perdió, como nosotros, toda inhibición, con lo que Anna, liberada, flotó sobre la prenda caída, la empujó con la punta del pie libre hacia donde teníamos espectadores, gente de la Feria, lectores incluso que, por cuenta de la editorial (Luchterhand), celebraban el que era ya un best-seller gritando: «¡Oskar!», «¡Está bailando Oskar!»; pero no era Oskar Matzerath quien, con una señora de la central telefónica, hacía una exhibición de Jimmy the Tiger, sino que éramos, compenetrados en el baile, Anna y yo, que habíamos dejado a Franz y Raoul, sus hijitos, con unos amigos y habíamos venido en tren, concretamente desde París, en donde, en un cuchitril húmedo, yo había alimentado con carbón la calefacción de nuestras dos habitaciones y, ante unas paredes que chorreaban, había escrito capítulo tras capítulo, mientras Anna, cuya combinación caída era heredada de su abuela, sudaba diariamente en la barra de ballet de Madame Nora en la Place Clichy, hasta que yo mecanografié las últimas páginas, envié las pruebas de imprenta corregidas a la editorial, a Neuwied, y pinté también la cubierta del libro con un Oskar de ojos azules, de forma que el editor (Reifferscheid se llamaba) nos invitó a la Feria del Libro de Francfort para que los dos pudiéramos vivir, saborear, pregustar y regustar el éxito; sin embargo, Anna y yo seguimos bailando, también luego, cuando nos habíamos hecho un nombre, aunque entre baile y baile tuviéramos cada vez menos que decirnos.

Mi siglo
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