1939

Tres días en la isla. Después de que nos hubieron asegurado que en Westerland y alrededores había cuartos para alquilar y que la gran sala ofrecía espacio suficiente para nuestras charlas, di las gracias al anfitrión, un veterano que, dedicado entretanto al negocio editorial y bastante forrado, podía permitirse una de esas casas frisias cubiertas de caña. Nuestro encuentro tuvo lugar en febrero. Vinieron más de la mitad de los invitados, incluso algunos peces gordos que entretanto, en la radio o —como siempre— como redactores jefes, cortaban el bacalao. Se hicieron apuestas: efectivamente, se descolgó el jefe de una revista de gran tirada, aunque con retraso y sólo en visita cortísima. La mayoría de los antiguos, sin embargo, habían sabido buscarse la vida después de la guerra en redacciones de publicaciones de segunda o, como yo, eran colaboradores independientes y estaban siempre de viaje. A ellos —y por consiguiente, también a mí— se les achacaba como baldón, pero también como garantía de calidad, la leyenda de haber sido, como pertenecientes a compañías de propaganda, corresponsales de guerra, por lo que yo quisiera recordar ahora que, a ojo de buen cubero, un millar de nuestros camaradas encontraron la muerte en alguna misión sobre Inglaterra en la carlinga de un He 111 o como reporteros en primera línea.

A decir verdad, entre los supervivientes el deseo de reunirnos se manifestaba cada vez con más fuerza. De forma que, tras algún titubeo, me encargué de la organización. Hubo acuerdo en que la cobertura debía ser discreta. No había que dar nombres, no se permitirían ajustes de cuentas personales. Se quería una reunión de camaradería totalmente normal, comparable a aquellas reuniones de los años de la posguerra en que se juntaban antiguos caballeros de la Cruz de Hierro, miembros de esta o aquella División o también antiguos reclusos de campos de concentración. Como yo, de mozalbete, desde el principio, es decir, desde la campana de Polonia, estuve allí y no era sospechoso de ninguna actividad burocrática en el Ministerio de Propaganda, gozaba de cierta consideración. Además, muchos camaradas recordaban mi primera crónica poco después del estallido de la guerra, que escribí sobre el primer Batallón de Pioneros de la Segunda División Acorazada durante la batalla del río Bzura, la construcción de puentes bajo el fuego enemigo, y el avance de nuestros tanques hasta poco antes de Varsovia, en que el ataque de los Stukas, visto desde el simple soldado de infantería, daba el tono. Lo mismo que, en general, siempre escribí sólo sobre la tropa, los pobres desgraciados del frente y su heroicidad más bien silenciosa. El infante alemán. Sus marchas diarias por las polvorientas carreteras de Polonia. ¡Una prosa de botas de soldado! Siempre detrás del tanque que avanza, siempre con costra de barro, quemado por el sol, pero siempre de buen humor, incluso cuando, tras un breve combate, más de una aldea, ardiendo en llamas, dejaba ver el verdadero rostro de la guerra. O mi mirada nada indiferente sobre las interminables columnas de polacos prisioneros, totalmente derrotados…

Bueno, ese tono ocasionalmente pensativo de mis crónicas les daba sin duda credibilidad. Sin embargo, muchas cosas me las cortaba la censura. Por ejemplo, cuando pinté el encuentro de la cabeza de nuestros tanques con los rusos en Mosty Wielkie con demasiado «compañerismo de armas». O cuando la descripción de las barbas de unos viejos judíos de caftán me salió demasiado amablemente cómica. En cualquier caso, algunos colegas de entonces me confirmaron en nuestra reunión que mis artículos sobre Polonia, tan vivos e ilustrativos, no se distinguían de los que, en los últimos tiempos, he escrito para una de las revistas principales del mercado, sobre Laos, Argelia o el Cercano Oriente.

Después de haber arreglado la cuestión del alojamiento, pasamos sin contemplaciones a un intercambio profesional. Sólo el tiempo se portaba mal con nosotros. No había ni que pensar en un paseo por la playa o una excursión al lado de aguas bajas de la isla. Nosotros, sin duda acostumbrados a aguantar cualquier clima, resultamos ser decididamente caseros, y nos sentábamos alrededor del fuego de la chimenea, con grog y punch que nuestro anfitrión nos servía con largueza. De manera que hablamos de la campaña de Polonia. La Blitzkrieg. Los dieciocho días.

Cuando cayó Varsovia convertida en un solo montón de ruinas, uno de los antiguos a quien, según decían, le iban bien los negocios como coleccionista de arte y en general, adoptó otro tono de largo aliento y cada vez más resonante. Nos ofreció citas de crónicas que había escrito a bordo de un submarino y que luego, con el título de Cazador por los mares del mundo, había publicado en forma de libro, con prólogo de un almirante:

—¡Listo lanzatorpedos cinco! ¡Impacto en crujía! Cargar torpedo…

Naturalmente, aquello daba para más que mis polvorientos soldados de infantería en las interminables carreteras de Polonia…

Mi siglo
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