1987

¿Qué se nos había perdido en Calcuta? ¿Qué me arrastró hasta allí? Dejando atrás La Ratesa y el hastío de las matanzas del cerdo alemanas, dibujé montones de basura, durmientes callejeros, a la diosa Kali que, por vergüenza, saca la lengua, vi cornejas sobre cáscaras de coco amontonadas, el reflejo del Imperio en ruinas cubiertas por la vegetación y, tan literalmente apestaba todo aquello al cielo, que al principio no encontraba palabras. Entonces soñé…

Sin embargo, antes de que soñara de una forma tan rica en consecuencias, deben confesarse los celos que me corroían, porque Ute, que lee siempre y muchas cosas, leía, mientras soportaba Calcuta adelgazando cada vez más, un Fontane tras otro; efectivamente, como contrapeso de la vida india cotidiana, habíamos metido muchos libros en el equipaje. Pero ¿por qué lo leía sólo a él, el prusiano hugonote? ¿Por qué, de un modo tan apasionado y bajo el ventilador en marcha, al charlatán cronista de la Marca de Brandeburgo? ¿Por qué bajo el cielo bengalí precisamente a Theodor Fontane? Entonces soñé un mediodía…

Pero antes de devanar ese sueño, sin embargo, hay que decir que no tenía nada, absolutamente nada contra Theodor Fontane y sus novelas. Recordaba algunas de sus obras como lecturas tardías: Effi en el columpio, excursiones en barca sobre el Havel, paseos con la señora Jenny Treibel a orillas del Halensee, veraneos en el Harz… Sin embargo, Ute lo sabía todo: cada máxima del pastor, cada causa de incendio, tanto si Tangermünde era pasto de las llamas como si, en Irrecuperable, un fuego latente tenía consecuencias. Incluso, con largos cortes de electricidad y bajo un ventilador silencioso, volvía a leer a la luz de una vela, mientras Calcuta se hundía en la oscuridad, Mis años de infancia, y así se escapaba, a pesar de la Bengala Occidental, al baluarte de Swinemünde, o huía de mí por las playas bálticas de la Pomerania Ulterior.

Entonces soñé un mediodía, mientras estaba echado bajo el mosquitero, con algo nórdico y fresco. Vi, desde la ventana de mi estudio del desván, el jardín de Wewelsfleth, al que daban sombra árboles frutales. Ahora bien, he contado ese sueño a menudo y ante públicos cambiantes, con distintas variaciones, pero a veces se me ha olvidado decir que la aldea de Wewelsfleth en Schleswig-Holstein está a orillas del Stör, afluente del Elba. Así pues, vi en el sueño nuestro jardín de Holstein y en él el peral cargado de frutos, bajo cuya sombra protectora estaba sentada Ute frente a un hombre, en una mesa redonda.

Sé que no es fácil contar sueños —especialmente los que se sueñan bajo un mosquitero y bañado en sudor: todo se vuelve demasiado racional. Pero aquel sueño no era turbado por tramas secundarias, no había otra película, ni una tercera, que titilasen como corresponde a un sueño, sino que más bien éste se desarrollaba linealmente y, no obstante, rico en consecuencias, porque aquel hombre con quien conversaba Ute bajo el peral me resultaba conocido: un caballero de pelo blanco, con el que ella no hacía más que conversar y conversar, volviéndose entretanto cada vez más bella.

Ahora bien, en Calcuta se registra durante la estación de los monzones una humedad atmosférica del noventa y ocho por ciento. No es de extrañar pues que, bajo mi mosquitero, que el ventilador agitaba sólo débilmente, si es que lo hacía, soñara algo nórdico y fresco. Pero ¿por qué tenía que parecerse a toda costa a Theodor Fontane aquel anciano caballero que, sonriente y confiado, conversaba con Ute bajo el peral y en cuyo pelo blanco jugueteaban rizos de luz?

Era él. Ute coqueteaba con él. Tenía un lío con aquel famoso colega mío, que sólo en su edad avanzada llevó al papel novela tras novela; y en algunas de esas novelas se trataba de adulterios. Hasta entonces, yo no aparecía en la historia soñada, o sólo como un espectador muy lejano. Los dos se bastaban a sí mismos. Por eso soñé entonces que estaba celoso. Es decir, la inteligencia o la prudencia me ordenaron en el sueño mantener ocultos mis celos incipientes y actuar sensata o astutamente, es decir, coger una silla que en el sueño estaba cerca, bajar por ella y sentarme en el jardín con la pareja soñada, Ute y su Fontane, bajo la agradable sombra fresca.

En adelante —y eso lo digo siempre que cuento este sueño— llevamos un ménage à trois. Los dos no consiguieron ya sacudírseme. A Ute le gustó incluso la solución, y yo fui conociendo cada vez mejor a Fontane, sí, ya en Calcuta, empecé a leer todo lo de él que había a mano, por ejemplo, su carta a un inglés llamado Morris en la que se mostraba conocedor de la política mundial. Por ello, con ocasión de algún que otro viaje juntos al centro en rickskaw —Writers Building—, le pregunté qué opinaba de las repercusiones de la dominación colonial británica y de la partición de Bengala en Bangladesh y Bengala Occidental. Estuve de acuerdo: sólo con dificultad podía compararse esa división con la alemana actual, y difícilmente podía pensarse en una reunificación bengalí. Y cuando, luego, volvimos dando rodeos a Wewelsfleth junto al Stör, me lo llevé de buen grado, es decir, me acostumbré a él como inquilino entretenido y a veces caprichoso, me declaré en adelante fan de Fontane y sólo me deshice de él cuando, en Berlín y en otros lados, la Historia demostró ser rumiante y, con el amable permiso de Ute, pude retomar la palabra locuaz de Fontane, continuando su fracasada existencia hasta el fin del siglo en curso. Desde entonces —cautivo en la novela Es cuento largo— él vive su inmortalidad y no consigue ya gravitar sobre mis sueños, sobre todo porque, en su calidad de Fonty, hacia el final de la historia, seducido por una joven criatura, se pierde en las Cevenas entre los últimos hugonotes supervivientes…

Mi siglo
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