1941

En el curso de mi labor informativa, ya fuera en Rusia o, más tarde, en Indochina o Argelia —para nosotros la guerra continuaba—, sólo rara vez conseguí escribir sobre hechos sensacionales, porque, lo mismo que en las campañas de Polonia y de Francia, también en Ucrania estuve casi siempre, con las unidades de infantería, detrás de la cabeza de nuestros tanques: al principio, de batalla en batalla de tropas siempre copadas, desde Kiev hasta Smolensko y, cuando comenzó la temporada del barro, seguí a un batallón de zapadores que, para asegurar el aprovisionamiento, tendía caminos de troncos y prestaba servicios de remolque. Como digo, prosa de botas de soldado y trapos para los pies. Mis colegas eran locuazmente más gloriosos. Uno de ellos, que después, mucho después, escribió desde Israel en nuestro superperiodicucho de masas sobre aquella «victoria relámpago», como si la Guerra de los Seis Días hubiera sido continuación de la «Operación Barbarroja», saltó en mayo del cuarenta y uno con nuestros paracaidistas sobre Creta —«… y Max Schmeling se torció un pie…»—, otro había observado desde el crucero Príncipe Eugenio cómo el Bismarck, tres días antes de irse a pique con más de mil hombres, hundía al acorazado británico Hood: «Y si un torpedo aéreo no hubiera alcanzado al Bismarck en el gobernalle, dejándolo así incapaz de maniobrar, tal vez aún…». Y otras historias que se desarrollaban bajo el lema: «Si no hubiera sido porque…».

Así también Schmidt, el estratega de chimenea, que, con su serie para Kristall, luego publicada por Ullstein en un libraco gordísimo, se hinchó de ganar millones. Entretanto, había tenido una iluminación, según la cual la campaña de los Balcanes nos habría arrebatado la victoria final en Rusia:

—Sólo porque un general serbio llamado Simovic dio un golpe de Estado en Belgrado, tuvimos que poner orden antes allí abajo, lo que nos hizo perder cinco preciosas semanas. Pero qué hubiera ocurrido si nuestros ejércitos no hubieran avanzado hacia el Este el 22 de junio sino ya el 15 de mayo, es decir, si los tanques del general Guderian hubieran lanzado su ataque final contra Moscú no a mediados de noviembre sino ya cinco semanas antes, antes de que llegara el fango y arremetiera el Padrecito Invierno…

Y otra vez se puso a cavilar, en diálogo mudo con el fuego de la chimenea, sobre «victorias regaladas» y trató de ganar a posteriori —luego le dieron oportunidad Stalingrado y El Alamein— batallas perdidas. Se quedó solo con sus especulaciones. Sin embargo, nadie se atrevía a contradecirlo, yo tampoco, porque además de él había dos o tres nazis empedernidos —entonces como ahora redactores en jefe—, muy influyentes en nuestro círculo de veteranos. ¿Quién se atreve a irritar deliberadamente a su patrono?

Sólo cuando conseguí, con un compañero que, como yo, había escrito siempre desde la perspectiva del desgraciado del frente, escapar al aura del gran estratega, nos burlamos, en una taberna de Westerland, de aquella filosofía del «si hubiera». Nos conocíamos desde enero del cuarenta y uno, en que recibimos una orden de marcha —él como fotógrafo, yo como escribidor—, para acompañar al Afrikakorps de Rommel a Libia. Sus fotos del desierto y mis reportajes sobre la reconquista de Cirenaica aparecieron en lugar destacado en Signal y recibieron bastante atención. De eso charlamos en la barra de la taberna, echándonos tragos de aguardiente al coleto.

Bastante borrachos nos encontramos luego en el paseo de la playa de Westerland, de pie, inclinados contra el viento. Al principio cantábamos aún: «Nos gustan las tormentas, las olas rugientes…». Luego nos dedicamos a mirar en silencio al mar, que rompía monótono. En el camino de vuelta a través de la noche cubierta de negro, traté de imitar a nuestro antiguo señor Schmidt, cuyo nuevo nombre será mejor no decir:

—Imagínate que Churchill hubiera conseguido, ya al principio de la Primera Guerra Mundial, cambiar su plan y, con tres divisiones, desembarcar en Sylt. ¿No hubiera terminado todo mucho antes? ¿Y no hubiera tomado entonces la Historia un rumbo distinto? Nada de Adolfo ni de todo el jaleo de después. Nada de alambradas, nada de Muro de parte a parte. Todavía tendríamos un Káiser y posiblemente colonias. Y también en lo demás estaríamos mejor, mucho mejor…

Mi siglo
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