1981

Créeme, Rosi, lo penosa que me ha resultado esa excursión. Nunca había visto tantas cruces de caballero, sólo una, en fotografía, la que mi tío Konrad llevaba al cuello. Ahora en cambio había un montón de cruces bamboleándose, incluso con hojas de roble, como me explicó mi abuela, que estuvo a mi lado en el cementerio, gritando bastante porque es un poco sorda. Yo había recibido de ella un telegrama: «Coge enseguida tren hasta Hamburgo. Luego suburbano hasta estación Aumühle. Darán último adiós a nuestro Almirante…».

Claro que tuve que ir. No conoces a mi abuela. Cuando dice «enseguida» quiere decir enseguida. Aunque en general no dejo que me mangoneen y en Kreuzberg, como sabes, soy okupa y tenemos que contar con que ese Lummer nos mande en cualquier momento a sus polis, al comando de desalojo de la Hermsdorfer Strasse. En cualquier caso, me resultó penoso enseñar el telegrama en el piso que compartimos. Y qué cosas dijeron sobre qué cojones de almirante. En cualquier caso, de pronto me encontré allí junto a mi abuela y rodeado de todos los abuelitos que habían dejado sus Mercedes ante el cementerio y ahora, casi uno de cada dos con la cruz de caballero bajo la barbilla, pero de paisano, «cubrían la carrera», como decía mi abuela, desde la capilla hasta la tumba. Yo estaba pelado de frío. Sin embargo, casi todos los abuelitos iban sin abrigo, aunque había nieve y, a pesar del sol, frío a porrillo. Sin embargo, todos llevaban gorras de marino a porrillo.

Eran todos submarinistas, lo mismo que los hombrecitos que pasaron despacio ante nosotros, llevando el féretro con el almirante dentro y el negro, rojo y oro encima, y lo mismo que fueron submarinistas los dos hermanos mayores de mi padre, que, sin embargo, al final, sólo estuvo en la Volkssturm. Uno cascó en el Océano Glacial Ártico y el otro en alguna parte del Atlántico o, como dice mi abuela siempre, «encontraron la fría tumba del marino». Uno de ellos era «teniente de navío», que es algo así como capitán, y el otro, mi tío Karl, sólo brigada.

No te lo vas a creer, Rosi. Resulta que, en total, se fueron a pique unos tres mil de ellos en unos quinientos submarinos. Todos por orden de ese Capitán General de la Armada, que en realidad fue un criminal de guerra. En cualquier caso, eso es lo que dice mi padre. Y que en su mayoría, dice, también sus hermanos, se habían metido voluntariamente en aquellos «sarcófagos flotantes». A él le resulta tan penoso como a mí cuando nuestra abuela, siempre en torno a Navidad, se dedica al culto de sus «heroicos hijos caídos», por lo que mi padre se pelea continuamente. Sólo yo sigo visitándola a veces aún en Eckernförde, en donde tiene su casita y siempre, también después de la guerra, ha venerado a ese almirante. Pero por lo demás mi abuela es estupenda. Y, en realidad, me entiendo con ella mejor que con mi padre, a quien eso de que yo sea okupa, como es lógico, no le gusta. Por eso mi abuela me mandó el telegrama sólo a mí y no a mi padre, sí, al número 4 de la Hermsdorfer, en donde, desde hace ya meses, nos hemos instalado muy cómodamente con ayuda de simpatizantes: médicos, maestros de izquierdas, abogados y demás. Herbi y Robi, que, como te escribí hace poco, son mis mejores amigos, no estaban nada contentos cuando les enseñé el telegrama. «Tú estás mal del coco», me dijo Herbi mientras preparaba la ropa que tenía que llevarme. «¡Un viejo nazi menos!» Pero yo le dije: «No conocéis a mi abuela. Cuando dice “ven enseguida”, no hay excusa que valga».

Y en el fondo —créeme, Rosi—, estoy muy contento de haber visto todo aquel circo en el cementerio. Allí estaban casi todos los que quedan de la guerra submarina. Es verdad, resultó cómico y un poco escalofriante, pero también bastante penoso, cuando todos cantaron junto a la tumba y la mayoría parecía seguir en campaña y buscar en el horizonte cualquier cosa que se pareciera a una estela de humo. Mi abuela cantó también, muy fuerte, como es natural. Primero Deutschland, Deutschland über alles y luego Yo tenía un camarada. Fue realmente espeluznante. Por añadidura, desfilaron algunos de esos tamborileros de extrema derecha, con medias por la rodilla a pesar del frío. Y junto a la tumba se habló de todo lo imaginable, especialmente de lealtad. El féretro en sí era, en el fondo, decepcionante. Tenía un aspecto muy corriente. Me pregunté si no hubieran podido construir una especie de submarino en miniatura, de madera, claro, pero pintado como un buque de guerra. ¿Y no hubieran podido enterrar allí confortablemente al almirante?

Cuando nos fuimos y los hombres de las cruces de caballero se habían largado todos con sus Mercedes, le dije a mi abuela, que me había invitado a una pizza en la estación central de Hamburgo y me había dado en la mano algo más que el dinero del viaje: «Abuela, ¿crees de verdad que toda esa historia de la tumba de marino del tío Konrad y el tío Karl valió la pena?». Luego me resultó penoso habérselo preguntado tan francamente. Durante un minuto al menos no dijo nada, y luego: «Bueno, muchacho, algún sentido debía de tener…».

Como entretanto ya sabes, los polis de Lummer, nada más volver yo, nos desalojaron. Con porras a porrillo. Ahora hemos okuparreparado otras casas de Kreuzberg. Mi abuela piensa también que eso de que haya tantas viviendas vacías es una auténtica cochinada. Pero si quieres, Rosi, cuando me desalojen otra vez, podemos vivir con mi abuela en su casita. Me ha dicho que se alegraría muchísimo.

Mi siglo
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