1974
¿Cómo es cuando uno se siente doble ante la tele? Quien está acostumbrado a seguir al mismo tiempo dos caminos, no debería irritarse cuando, en ocasiones especiales, encuentra a su yo de una forma y de la otra. Se sorprende sólo moderadamente. Uno ha aprendido a no pasarse consigo mismo, con ese yo de dos especies, no sólo en la dura etapa de formación sino también mediante la práctica. Y luego, cuando uno había pasado ya cuatro años en el establecimiento penitenciario de Rheinbach y sólo entonces consiguió, tras un proceso laborioso, y por decisión de la pequeña sala penitenciaria, autorización para tener televisor propio, uno tenía conciencia desde hacía tiempo de esa existencia alojada en la escisión, pero en el setenta y cuatro, cuando uno estaba aún en el centro penitenciario de Colonia-Düssendorf, en prisión preventiva, y se le concedió el deseo de tener un televisor en la celda, sin condiciones, durante todo el campeonato mundial de fútbol, los acontecimientos de la pantalla acabaron por desgarrarme en múltiples sentidos.
No cuando los polacos, en medio de un diluvio, desarrollaron un juego fantástico; no cuando se ganó contra Australia y se consiguió contra Chile un empate al menos…, sucedió cuando Alemania jugó contra Alemania. ¿De qué parte estaba uno? ¿De qué parte estaba yo o yo? ¿A qué bando había que jalear? ¿Qué Alemania ganaba? ¿Qué, cuál conflicto interno se desencadenó en mí, qué campos de fuerza me solicitaron cuando Sparwasser marcó el gol?
¿A favor? ¿En contra? Como cada mañana me transportaban a Bad Godesberg para interrogarme, el Departamento Federal de Investigación Criminal hubiera debido saber que aquella y otras pruebas de rotura no me eran desconocidas. Sin embargo, en el fondo no se trataba de pruebas de rotura, sino más bien de un comportamiento atribuible a la doble nacionalidad alemana y cuya observancia era un doble deber. Mientras tuve que demostrar mi valía como el colaborador más fiable del Canciller y su interlocutor además en situaciones de soledad, de una forma doble, aguanté la tensión y no la viví como conflicto, sobre todo porque no sólo el Canciller estaba contento de mis servicios, sino que la Central de Berlín, a través de contactos, me demostraba la misma satisfacción y, desde la esfera más alta, por el compañero Mischa, había sido elogiada mi actuación. Uno estaba seguro de que entre él, que se consideraba el «Canciller de la Paz», y yo, entregado a mi misión de «Explorador de la Paz», existía, de forma productiva, cierta consonancia. Fue una buena época aquella en que las fechas de la vida del Canciller armonizaban con los plazos de su colaborador en materia de paz. Uno prestaba servicio con celo.
Sin embargo, vacilé entre uno y otro cuando en el estadio del Volkspark de Hamburgo, el 22 de junio, se disputó el partido RDA-RFA ante sesenta mil espectadores. Es cierto que en el primer tiempo no se marcaron tantos, pero cuando el pequeño y ágil Müller, en el minuto 40, puso en cabeza a la República Federal por un pelo, al dar sólo en el poste, casi hubiera caído en éxtasis gritando ¡gol, gol, gol!, y hubiera celebrado en mi celda la ventaja del Estado separatista occidental, lo mismo que, por otro lado, estuve a punto de dar rienda suelta a mi júbilo cuando Lauck regateó limpiamente a Overath, y lo mismo que, en lo que quedaba del partido, dejó plantado incluso a Netzer, pero falló por muy poco el gol de los alemanes federales.
A qué duchas alternas se veía uno sometido. Uno acompañaba con sus comentarios partidistas hasta las decisiones del árbitro uruguayo, que unas veces favorecían a una Alemania y otras a la otra. Me sentía indisciplinado, por decirlo así, dividido. Sin embargo, por la mañana, cuando Federau, el comisario superior de investigación criminal, me interrogó, había conseguido, desde el principio, atenerme al texto escrito. Se trataba de mi actividad en el distrito de Hesse-Sur del SPD, muy de izquierdas, en donde me habían considerado un compañero eficiente, aunque conservador. Reconocí de buena gana haber pertenecido al ala derecha y más pragmática de los socialdemócratas. Luego me vi enfrentado con el material de mi laboratorio fotográfico incautado. En esos casos se suele quitar importancia, se hace referencia a una actividad anterior como fotógrafo profesional, se alude a las fotos de vacaciones y a un hobby que se ha conservado en parte. Sin embargo, entonces aparecieron mi potente cámara Super-8 de paso estrecho y dos casetes de película extrarresistente y muy sensible, especialmente apropiadas, según dijeron, «para trabajar como agente». Bueno, aquello no era una prueba; todo lo más un indicio. Como conseguí atenerme al texto escrito, volví tranquilo a mi celda y disfruté del partido.
Lo mismo aquí que allá, nadie hubiera podido sospechar que era aficionado al fútbol. Hasta entonces, yo no sabía siquiera que Jürgen Sparwasser, en su país, jugaba con éxito en el Magdeburg. Pero ahora pude contemplarlo y vi cómo, en el minuto 78, después de recibir un pase de Hamann, adelantó el balón de un cabezazo; corriendo, dejó a un lado a Vogts, jugador correoso; dejó clavado también a Höttges y disparó el balón, imparable para Maier, contra la red.
Uno a cero a favor de Alemania. ¿De qué Alemania? ¿De la mía o de la mía? Sí, en mi celda rugí desde luego ¡gol, gol, gol!, pero al mismo tiempo me dolía que la otra Alemania fuera perdiendo. Mientras Beckenbauer trataba de organizar el ataque una y otra vez, yo animaba al once federal. Y a mi Canciller, al que naturalmente no derribamos gente como nosotros —posiblemente fue Nollau y, antes que nadie, Wehner y Genscher— le envié una postal con mi pésame por el resultado del partido, lo mismo que le seguí escribiendo luego en las fiestas y para el 18 de diciembre, día de su cumpleaños. Pero no me respondió. Pero uno puede estar seguro de que también él acogió el gol de Sparwasser con sentimientos encontrados.