1961

Aunque hoy no le importe a casi nadie, ni le interese siquiera, tengo que decirme: bien mirado, aquella época fue para ti la mejor. Te solicitaban, te exigían. Durante un año viviste peligrosamente, te mordías las uñas de miedo y corrías peligros sin preguntarte dos veces si al hacerlo perderías también el próximo curso. Yo era estudiante de la Universidad Técnica y ya entonces me interesaba por la calefacción a distancia, cuando, de la noche a la mañana, construyeron el Muro de parte a parte.

¡Qué jaleo se armó! Muchos participaron en manifestaciones y protestaron ante el Reichstag o donde fuera, pero yo no. Ya en agosto pasé a Elke, que estudiaba pedagogía al otro lado. Fue bastante fácil con un pasaporte alemán occidental que, en su caso, no planteaba problemas de fechas ni de foto. Sin embargo, ya a fines de mes tuvimos que falsificar pases y trabajar en grupos. Yo era agente de contacto. Con mi pasaporte federal expedido en Hildesheim, de donde soy realmente, la cosa funcionó hasta principios de septiembre. A partir de entonces, al salir del sector oriental había que entregar los pases. Posiblemente los hubiéramos fabricado también si alguien nos hubiera facilitado a tiempo el típico papel de la Zona.

Pero de todo eso nadie quiere saber hoy. Y mis hijos mucho menos. No me escuchan o dicen: «Muy bien, Papá. Vosotros erais mucho mejores que nosotros, ya lo sabemos». Bueno, quizá más adelante mis nietos, cuando les cuente cómo hice pasar a la Abuela, que estaba presa al otro lado, y cómo colaboré luego en la «Agencia de Viajes», como nos llamábamos para disimular. Teníamos especialistas que utilizaban huevos duros para falsificar sellos. Otros hacían virguerías con cerillas de madera afiladas. Casi todos eran estudiantes muy de izquierdas, pero también había miembros de corporaciones de derechas y gente que, como yo, no se interesaban por la política. Es verdad que había elecciones en el Oeste y que quien mandaba en Berlín era el candidato de los socialdemócratas, pero no puse mi crucecita por Brandt y sus compañeros ni por el viejo Adenauer, porque entre nosotros no valían ideologías ni fanfarronadas. Sólo contaban los hechos. Teníamos que «descolgar y colgar», como decíamos, fotos de pasaporte, utilizando también pasaportes extranjeros, suecos u holandeses. O bien conseguíamos, a través de contactos, pasaportes con fotos y datos parecidos: color de pelo, color de ojos, estatura, edad. Y además periódicos, calderilla y billetes de transporte usados, las típicas cosillas que alguien, por ejemplo alguna joven danesa, llevaba encima. Era un trabajo de mil pares de demonios. Y todo gratis o a nuestra costa.

Sin embargo hoy, cuando nada es gratis, no te creen que, de estudiantes, no cobráramos nada por ello. Sí, es cierto, hubo algunos que después, en la construcción del túnel, pusieron la mano. Por eso el proyecto de la Bernauer Strasse resultó bastante idiota. Un grupito de tres, sin que nosotros lo supiéramos, cobró de una compañía de televisión norteamericana 30.000 marcos por dejarlos filmar en el túnel. Estuvimos cavando tres meses. ¡Arena de la Marca de Brandeburgo! Aquel tubo tenía más de cien metros. Y cuando hicimos pasar secretamente al Oeste a unas treinta personas, abuelas y niños incluidos, yo pensé que aquello era un documental para más adelante. Pero nada de eso, lo estaban pasando ya por televisión y hubiera hecho volar por los aires rápidamente aquel paso, si el túnel, a pesar de la costosa instalación de bombeo, no se hubiera inundado un poco antes. Sin embargo, seguimos trabajando en otro lugar.

No, entre nosotros no hubo muertos. Ya lo sé. Esas historias dan más juego. Los periódicos se forraban cuando alguien saltaba por la ventana de algún edificio fronterizo, desde tres pisos de altura, y se estrellaba en el asfalto exactamente al lado de la lona que habían tendido los bomberos. O cuando, un año más tarde, Peter Fechter quiso atravesar Checkpoint Charlie, dispararon contra él y, como nadie quiso ayudarlo, se desangró. Nosotros no podíamos ofrecer nada parecido, porque apostábamos sobre seguro. Y, sin embargo, les podría contar historias que más de uno no se creía ya entonces. Por ejemplo, la de cómo hicimos pasar a mucha gente por las alcantarillas. Y cómo apestaba a amoníaco allí abajo. A una de aquellas vías de escape, que iba desde el centro de la ciudad hasta Kreuzberg, la llamábamos «colonia 4711», porque todos, los fugitivos y nosotros, teníamos que vadear con aguas fecales hasta la rodilla. Yo fui luego el encargado de la tapadera y, en cuanto la gente había pasado y estaba ya en camino, tapaba la entrada, porque los últimos fugitivos solían ser presas del pánico y se olvidaban de hacerlo. Y lo mismo ocurrió en el canal de agua de lluvia que pasaba bajo la Esplanadenstrasse en el norte de la ciudad, cuando algunos, apenas llegaron al Oeste, armaron un estrépito del demonio. De alegría, claro. Pero los vopos que montaban guardia al otro lado se dieron cuenta. Y tiraron gases lacrimógenos al canal. O lo que pasó con el cementerio, cuyo muro era parte del Muro general y en el que habíamos cavado un túnel apuntalado para arrastrarse, directamente hasta las tumbas con urnas, de forma que nuestros clientes, todos gente de aspecto inocente con flores y otros adornos funerarios, desaparecían súbitamente. Unas cuantas veces resultó muy bien, hasta que una mujer joven, que quiso pasar con un niño pequeño, dejó junto a la tapadera de entrada el cochecito del niño, lo que enseguida llamó la atención…

Había que contar con esos contratiempos. Sin embargo, ahora, si quieren, otra historia en la que todo salió bien. ¿Que ya les basta? Comprendo. Estoy acostumbrado a que la gente se harte. Hace unos años, cuando todavía existía el Muro, era distinto. Entonces los compañeros con que trabajo aquí, en la central de calefacción, me decían los domingos por la mañana ante un jarro de cerveza: «¿Cómo fue aquello, Ulli? Cuéntanos lo que ocurrió cuando hiciste pasar al otro lado a tu Elke…». Sin embargo, hoy nadie quiere saber nada de eso, por lo menos no en Stuttgart, porque, ya en el sesenta y uno, los suabios no se enteraron prácticamente de nada cuando en Berlín, de parte a parte… Y luego, cuando el Muro desapareció de pronto, menos aún. Más bien estarían contentos si hubiera todavía Muro, porque entonces no existiría el «Soli», el impuesto de solidaridad que tienen que aflojar desde que el Muro cayó. De manera que ya no hablo de eso, aunque aquella época en que recorríamos los canales con aguas fecales hasta la rodilla fuera para mí la mejor… O cuando nos arrastrábamos por aquel túnel… En cualquier caso, mi mujer tiene razón cuando dice:

—Entonces eras muy distinto.

Entonces vivíamos de verdad…

Mi siglo
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