1962

Lo mismo que el Papa, cuando viaja y quiere ver a su gente en África o Polonia, sin que le pase nada, el gran director de transportes, cuando estaba en nuestro país ante el tribunal, estaba metido en una jaula, sólo cerrada, sin embargo, por tres lados. Por uno de ellos, en donde los señores magistrados tenían su mesa, la celda de vidrio estaba abierta. Así lo prescribía la seguridad, y por eso sólo cubrí la estructura por tres lados con un cristal especial, un costoso cristal blindado. Con un poco de suerte, mi empresa obtuvo el pedido, porque teníamos siempre clientes con deseos especiales. No, filiales de bancos de todo Israel y joyeros de la Dizengoffstrasse, que mostraban sus escaparates y vitrinas llenos de preciosidades carísimas y querían protegerse de cualquier posible violencia. Sin embargo, ya en Nuremberg, que en otro tiempo era una hermosa ciudad y en donde antes vivía toda mi familia, mi padre era el maestro de una fábrica de vidrio, que suministraba hasta Schweinfurt e Ingolstadt. No, hubo suficiente trabajo hasta el treinta y ocho, cuando por todas partes hicieron muchas cosas kaputt, ya puede imaginarse por qué. Yo había maldecido de muchacho del Dios Justiciero, porque mi padre era severo y yo tenía que hacer turnos de noche un día tras otro.

Con un poco de suerte nos escapamos, mi hermano pequeño y yo. Los únicos. Todos los demás, cuando había ya guerra, las últimas mis dos hermanas y todas las primas, fueron primero a Theresienstadt y luego, qué sé yo, a Sobibor, tal vez a Auschwitz. Sólo Mamá murió antes, como suele decirse, de forma por completo natural, concretamente de fallo cardíaco. Sin embargo, tampoco Gerson, que es mi hermano, pudo saber más cuando luego, al llegar por fin la paz, buscó en Franconia y por todas partes. Sólo averiguó cuándo fueron transportadas, el día exacto, porque desde Nuremberg, en donde vivió siempre mi familia, salían trenes enteros llenos.

Bueno, ahora estaba allí, aquél a quien todos los periódicos llamaban el «transportista de la muerte», en mi estructura de vidrio, que debía ser a prueba de bala y lo era. Perdone, mi alemán es un poco malo quizá, porque tenía diecinueve años cuando, con mi hermano pequeño de la mano, desaparecí hacia Palestina en barco, pero ese que estaba en su caja, enredando continuamente con los auriculares, hablaba todavía peor. Los señores magistrados todos, que podían hablar bien alemán, lo decían también, cuando soltaba frases largas como solitarias, de forma que no había quien se enterase. Pero yo, sentado entre gentes normales, pude entender muy bien que lo había hecho todo sólo cumpliendo órdenes. Y que había muchos también que lo habían hecho todo cumpliendo órdenes, pero con un poco de chiripa seguían libres por ahí. Hasta estaban muy bien pagados, uno de ellos incluso como secretario de Estado de Adenauer, con el que había tenido que tratar nuestro Ben Gurion para conseguir dinero.

Entonces me dije: ¡Ya lo oyes, Jankele! Hubieras tenido que construir cien, no, mil de esas celdas de cristal blindado. Con tu empresa y algunas personas contratadas más lo habrías hecho, aunque no todas las cajas a la vez. No, entonces, cada vez que se hubiera citado a alguien nuevo por su nombre, quizá, por ejemplo, a Alois Brunner, se hubiera podido poner vitrinas muy pequeñas, sólo con el nombre y, un poco simbólicamente, entre la vitrina de Eichmann y el banco de los magistrados. En una mesa especial. Pronto hubiera estado llena.

Se ha escrito mucho sobre eso, no, sobre el Mal, y que resulta un poco trivial. Sólo después de que lo ahorcaron se escribió un poco menos. Sin embargo, mientras duró el proceso, todos los periódicos estuvieron llenos de él. Sólo Gagarin, el celebrado soviético en su cápsula espacial, hacía competencia a nuestro Eichmann, de forma que nuestra gente y los americanos estaban muy envidiosos de él. Pero yo me dije entonces: ¿no encuentras, Jankele, que los dos están en situación parecida? Cada uno totalmente encapsulado. Sólo que ese Gagarin está todavía mucho más solo, porque nuestro Eichmann tiene siempre a alguien con el quien poder hablar sin parar, desde que nuestra gente se lo llevó de la Argentina, en donde criaba pollos. Porque le gusta hablar. De lo que más le gusta hablar es de que quiso enviarnos a los judíos allí abajo, a Madagascar, y no al gas. Y de que él, en general, no tiene nada en absoluto contra los judíos. Hasta nos admira por la idea del Sionismo, y porque una idea tan buena se sepa organizar tan bien. Y, si no hubiera tenido órdenes de ocuparse del transporte, quizá los judíos le estarían todavía hoy agradecidos, por haberse ocupado tan personalmente de las emigraciones en masa.

Entonces me dije: también tú, Jankele, tendrías que estar agradecido a Eichmann por tu poquito de suerte, porque Gerson, que es tu hermano pequeño, pudo escaparse aún en el treinta y ocho. Sólo por el resto de la familia no le debes estar agradecido, por tu padre no, ni por todas las tías y tíos, tus hermanas todas y las hermosas primas, lo que hace unas veinte personas. De eso me hubiera gustado hablar con él posiblemente, porque él sabía muy bien, no, adónde iban los transportes y adónde fueron a parar finalmente mis hermanas y mi severo padre. Pero no me dejaron. Había testigos suficientes. Además, yo estaba contento de poder ocuparme de su seguridad. Posiblemente le gustaba su celda de cristal blindado. Lo parecía cuando se sonreía un poco.

Mi siglo
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