1945

Según dijo nuestro anfitrión, una baja presión huracanada se desplazaba desde Islandia en dirección a Suecia. Había oído el parte meteorológico. La presión estaba bajando rápidamente. Eran de esperar ráfagas de viento de una fuerza de doce.

—Pero no tengáis miedo, muchachos, esta casa, a pesar de todo, está hecha a prueba de tormentas.

Y aquel viernes, 16 de febrero de 1962, poco después de las diez de la noche sonaron las sirenas. Era como en la guerra. El huracán golpeó a la isla a lo largo, con toda su fuerza. Es comprensible que aquel espectáculo natural hiciera que algunos se animaran mucho. Años en el frente nos habían adiestrado a estar presentes, en lo posible en primera línea. Todavía éramos especialistas, yo también.

A pesar de las advertencias de nuestro anfitrión, un pelotón de ex corresponsales de guerra dejó la casa que, según nos habían asegurado, era a prueba de intemperie. Sólo con esfuerzo y encorvados nos abrimos camino, en efecto, nos arrastramos hacia delante desde la parte vieja de Westerland hasta el paseo de la playa, vimos allí mástiles de banderas rotos, árboles desgajados, techos de carrizo levantados, bancos y vallas por los aires. Y, a través, de la espuma, adivinábamos más que podíamos ver unas olas altas como casas que asaltaban la costa occidental de la isla. Sólo más tarde supimos lo que había causado la marea, Elba arriba, en Hamburgo, especialmente en el barrio de Wilhelmsburg: el nivel de las aguas era tres metros y medio por encima de la marca. Se rompieron diques. Faltaban sacos terreros. Más de trescientos muertos. La intervención del Bundeswehr. Alguien, que luego fue Canciller, daba órdenes, impidiendo lo peor…

No, en Sylt no hubo muertos. Pero la costa occidental fue arrancada hasta los dieciséis metros de profundidad. Incluso en el lado de aguas bajas de la isla se gritaba: «¡La tierra desaparece!». El acantilado de Keitum quedó sumergido por las olas. List y Hörnum en peligro. Ningún tren pasaba por la presa de Hindenburg.

Cuando la tormenta se calmó contemplamos los daños. Queríamos informar. Habíamos aprendido a hacerlo. En eso éramos especialistas. Sin embargo, cuando la guerra terminó y sólo hubiera habido que informar sobre pérdidas y daños, sólo se nos pidieron —hasta el final— llamamientos a resistir. Verdad es que escribí sobre el éxodo de los fugitivos de la Prusia oriental, que, desde Heiligenbeil, querían llegar a la Frische Nehrung pasando por la bahía helada, pero nadie, ningún Signal publicó mi relato de esa miseria. Vi cómo barcos sobrecargados de civiles, heridos y capitostes del Partido zarpaban de Danzig-Neufahrwasser, vi al Wilhelm Gustloff tres días antes de que se hundiera. No escribí una palabra al respecto. Y cuando Danzig estaba en gran parte en llamas, no conseguí escribir ninguna elegía que clamase al cielo, sino que, entre soldados dispersos y civiles fugitivos, me abrí paso hacia la desembocadura del Vístula. Vi cómo evacuaban el campo de concentración de Stutthof, cómo los reclusos, los que sobrevivieron a la marcha hasta Nickelswalde, fueron hacinados en gabarras y luego cargados en barcos fondeados ante la desembocadura del río. Nada de prosa del espanto, nada de crepúsculo de los dioses recalentado. Lo vi todo, pero no escribí nada sobre ello. Vi cómo, en el campo de concentración abandonado, quemaban apilados los cadáveres, vi cómo fugitivos de Elbing y Tiegenhof ocupaban con sus bártulos los barracones vacíos. Pero no vi ya guardianes. Después llegaron los trabajadores del campo. De vez en cuando había saqueos. Y siempre combates, porque la cabeza de puente de la desembocadura del Vístula resistió hasta mayo.

Todo eso con un tiempo de primavera hermosísimo. Me echaba entre los pinos de la playa a tomar el sol, pero no lograba escribir ni una línea, aunque todos, la campesina de Masuria que había perdido a sus hijos, un matrimonio anciano que se había abierto paso desde Frauenburg hasta allí y un profesor polaco, que era uno de los pocos reclusos del campo de concentración que había quedado, me daban la tabarra. No había aprendido a describir aquello. Para eso me faltaban palabras. De esa forma aprendí a callar cosas. Me escapé de allí en uno de los últimos barcos guardacostas, que desde Schiewenhorst puso rumbo al oeste y, a pesar de algunos ataques en vuelo rasante, llegué el 2 de mayo a Travemünde.

Ahora estaba entre otros que también se habían salvado y que, como este servidor, estaban acostumbrados a informar sobre avances y victorias y a silenciar el resto. Traté, como hacían los otros, de tomar nota de los daños causados por la tormenta en la isla de Sylt, y escuché, anotándolas, las lamentaciones de los dañados por las aguas. ¿Qué otra cosa hubiéramos podido hacer? Al fin y al cabo nos ganábamos la vida informando.

Al día siguiente, la banda se largó. Los ases que había entre los antiguos habían encontrado de todas formas alojamiento en los compactos chalés de playa de las celebridades. Para terminar, presencié, con tiempo invernal soleado y helado, una puesta de sol indescriptible.

Luego, cuando volvió a funcionar el tren, me fui de allí por la presa de Hindenburg. No, no hemos vuelto a encontrarnos en ninguna parte.

Mi siguiente reportaje lo escribí lejos, en Argelia, en donde, después de siete años de matanza continua, la guerra de Francia daba sus últimos estertores, aunque no acababa de terminar. ¿Qué quiere decir eso de paz? Para gente como nosotros, la guerra no termina jamás.

Mi siglo
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