1928

No se preocupe, lo puede leer. Sólo lo he escrito para mis nietas, para más adelante. Hoy nadie se cree ya lo que pasó aquí, en Barmbek y en todas partes. Se lee como una novela, pero no me lo he inventado. Sí, me quedé sola con tres críos y una pensioncita, cuando mi padre, ante el cobertizo 25 del muelle Versmann, en donde era estibador, cayó bajo una plataforma de cajas de naranjas. En la naviera dijeron que era «culpa suya». Y que no había que contar con una indemnización ni con un arreglo decente. En aquella época, mi hijo mayor estaba ya en la policía, distrito 46, lo puede leer aquí: «Herbert no entró en el Partido, pero siempre votó a la izquierda…». Porque en realidad éramos una vieja familia socialdemócrata, ya mi padre y el padre de mi marido. Y luego, Jochen, el segundo, se convirtió de pronto, cuando empezaron los alborotos y cuchilladas, en comunista convencido, incluso estuvo en la federación de luchadores del frente rojo. En realidad, era un hombre muy tranquilo, que antes no se interesaba más que por sus escarabajos y sus mariposas. Llevaba gabarras desde el puerto al muelle «Que vuelvas» y otros lugares de los Almacenes. Pero de repente se volvió fanático. Lo mismo que Heinz, el benjamín, que, cuando aquí y por todas partes se celebraron las elecciones para el Reichstag, se convirtió en un auténtico pequeño nazi, sin haberme dicho nunca ni palabra. Pues sí, vino de repente con uniforme de las SA y empezó a soltar discursos. En realidad, era un chico divertido, querido de todos. Trabajaba también en los Almacenes, expidiendo café crudo. A escondidas me traía a veces un poco para tostar. Entonces olía en toda la vivienda, hasta en la escalera. Y de repente… Sin embargo, al principio todo seguía aún tranquilo. Incluso los domingos, cuando los tres se sentaban en la cocina y yo estaba de pie ante el fogón. Los dos no hacían más que tomarse el pelo. Y cuando armaban jaleo, dando con el puño en la mesa y demás, mi Herbert se ocupaba de restablecer la calma. A él le hacían caso, aunque no estuviera de servicio y no llevase uniforme. Sí, pero luego sólo hubo jaleos. Puede leer lo que he escrito sobre el 17 de mayo, en que dos camaradas nuestros, miembros de la Reichsbann, bueno, de la federación de defensa socialdemócrata, que vigilaban en las reuniones y ante los locales electorales, cayeron los dos. Uno fue asesinado aquí en Barmbek, el otro en Eimsbüttel. Al camarada Tiedemann se lo cargaron los comunistas desde el coche en que hacían propaganda. Al camarada Heidorn lo liquidaron sencillamente las SA, cuando lo atraparon mientras pegaba carteles en la esquina de la Bundestrasse y Hohe Weide. Bueno, qué griterío se armó en nuestra casa, en la mesa de la cocina.

—¡No! —gritó Jochen—. Primero nos tirotearon los socialfascistas, alcanzando a uno de sus hombres, ese Tiedemann…

Y mi Heinz vociferó:

—¡Fue legítima defensa, nada más que legítima defensa por nuestra parte! Esos tipos lamentables del Reich fueron los que empezaron…

Entonces mi hijo mayor, que, por los informes de la policía estaba enterado, golpeó sobre la mesa con el Volksblatt, y allí decía —mire, puede leerlo, lo he pegado— que «el difunto Tiedemann, de profesión ebanista, recibió un disparo alto lateral en la parte frontal de la cabeza y, después de comprobar el orificio de entrada y el de salida, algo más bajo, resulta acreditado que el disparo se hizo desde un lugar elevado…». Bueno, resultaba claro que fue el Partido Comunista, de arriba abajo, y también que en Eimsbüttel fueron antes las SA. Sin embargo, no sirvió de nada. La pelea continuó en la mesa de la cocina, porque entonces Heinz hizo su papel de hombre de las SA e insultó a mi hijo mayor llamándolo «cerdo policía», con lo que precisamente mi segundo acudió en su ayuda, y a mi Herbert, de forma realmente canallesca, le gritó a la cara el insulto, verdaderamente ofensivo, de «socialfascista». Sin embargo, mi hijo mayor mantuvo la calma, tal como solía hacer. Sólo dijo lo que he escrito aquí:

—Desde que, con la decisión del Komintern, os idiotizaron desde Moscú, ni siquiera sabéis distinguir lo rojo de lo pardo…

Y todavía dijo alguna cosa más: que cuando los trabajadores se matan unos a otros, los capitalistas se ríen para sus adentros.

—Así es —grité yo desde el hogar. Sí, y así ocurrió también al final, suelo decir todavía hoy. En cualquier caso, después de la sangrienta noche de Barmbek y Eimsbüttel, no hubo ya paz en todo Hamburgo. Ni tampoco en nuestra mesa de cocina. Sólo cuando mi Jochen, antes aún de que llegara Hitler, se apartó de los comunistas y, sólo porque, de golpe y porrazo, se quedó sin empleo y se fue a Pinneberg con las SA, en donde pronto volvió a encontrar trabajo en los silos de cereales, esto estuvo más tranquilo. El pequeño, sin embargo, que hacia fuera siguió siendo nazi, se volvió cada vez más silencioso y nada alegre en absoluto, hasta que llegó un momento en que se fue a Eckernförde, a la Marina, y, como submarinista se quedó para siempre en la guerra. Sí, lo mismo que mi segundo. Ése llegó hasta África, pero nunca volvió. Sólo tengo cartas de él, todas pegadas aquí. Mi hijo mayor, sin embargo, siguió en la policía y sobrevivió. Como tuvo que ir a Rusia, hasta Ucrania, con un batallón de policía, debió de participar en algunas cosas feas. Nunca ha hablado de ello. Ni siquiera después de la guerra. Nunca le pregunté. De todas formas, no supe lo que le pasaba a mi Herbert hasta el final, era el otoño del treinta y cinco, dejó la policía porque tenía cáncer y sólo unos meses. A su Monika, que es mi nuera, le dejó tres crías, sí, todas niñas. Hace tiempo que se casaron y ahora tienen también descendencia. Para ellas he escrito todo esto, para más adelante, aunque duela, quiero decir el escribir. Todo aquello que pasó en otro tiempo. Pero léalo.

Mi siglo
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