1980

«Desde Bonn queda a un paso», me dijo su mujer por teléfono. Ni sospecha usted, señor Secretario de Estado, lo ingenua que es esa gente, aunque amable: «Venga a echar tranquilamente una ojeada, para que entienda cómo funcionan las cosas aquí, desde muy temprano hasta muy tarde, etcétera…». De manera que, como jefe del Departamento competente, me creí obligado a ver aquello personalmente, para, en su caso, poder informarle. Es verdad: queda a un paso del Ministerio de Asuntos Exteriores.

No, no, la central, o lo que se entiende por ello, está en una serie de casas adosadas absolutamente normal. Y creen que, desde allí, pueden injerirse como si nada en la historia mundial y, llegado el caso, presionarnos. Así, su mujer me ha asegurado que ella se ocupa de «todos los jaleos de organización», a pesar del trabajo de la casa y de sus tres hijos. Lo hace «con mano izquierda», pero mantiene contacto permanentemente con el mencionado barco en el mar de la China y, de paso, reparte las donaciones que siguen llegando en abundancia. Dice que sólo con nosotros, «con la burocracia», tiene dificultades. Por lo demás, ella se atiene a la divisa de su marido: «¡Sed realistas, pedid lo imposible!», que él hizo suya hace años en París, en el sesenta y ocho, en aquellos tiempos en que los estudiantes eran todavía audaces, etcétera. A mí también, es decir, al Ministerio de Asuntos Exteriores, me ha aconsejado que siga ese lema, porque sin audacia política se ahogaría cada vez más boat people o se moriría de hambre en esa isla de ratas de Pulau Bidong. En cualquier caso, el barco para Vietnam que, gracias a abundantes donativos, su marido ha podido fletar por más meses, debería ser autorizado por fin a recoger sin más trámites a los refugiados de otros barcos, por ejemplo a esa pobre gente que pescó un carguero de la línea Maersk danesa. Eso es lo que ella exigía. Se trataba de un mandamiento humanitario, etcétera.

Claro que se lo he dicho a esa buena mujer. Repetidas veces y, naturalmente, siguiendo sus instrucciones, señor Secretario de Estado. Al fin y al cabo, la Convención sobre el Derecho del Mar de 1910 es la única reglamentación que podemos aplicar a esa situación precaria. Y según esa convención, como le he dicho una y otra vez, los capitanes de buque están obligados a recoger a los náufragos, pero sólo si lo hacen directamente del mar y no de otros cargueros, como ocurriría en el caso del Maersk Mango que navega bajo el pabellón de conveniencia de Singapur y ha recogido a más de veinte náufragos, de los que ahora quiere librarse. Y deprisa. Según un mensaje de radio enviado, llevan un cargamento de fruta tropical rápidamente perecedera, no pueden desviarse de su rumbo, etcétera. Y, sin embargo, yo he asegurado una y otra vez a esa mujer que si el Cap Anamur recogiera directamente a esa boat people salvada infringiría el derecho del mar internacional.

Se rió de mí, mientras estaba ante el fogón, echando trocitos de zanahoria a un puchero. Me dijo que esa normativa era de la época del Titanic. Las catástrofes de hoy tenían otras dimensiones. Ahora mismo había que partir ya de la base de trescientos mil refugiados ahogados o muertos de sed. Aunque el Cap Anamur hubiera conseguido salvar a cientos, no era posible contentarse con ello. A mi puntualización de que la estimación de las cifras había sido sólo aproximada y otras objeciones, me dijo como respuesta: «¡Qué va! No me interesa saber si entre los refugiados hay traficantes, proxenetas, quizá delincuentes o colaboracionistas con los Estados Unidos»; para ella se trata de seres humanos que se ahogan a diario, mientras el Ministerio de Asuntos Exteriores y, en general, todos los políticos se aferran a unas normas del año catapún. Hace sólo un año, cuando comenzó esa calamidad, hubo primeros ministros de länder que, en Hanóver o Múnich, de cara a la televisión, acogieron a algunos centenares de las que llamaban «víctimas del terror comunista», pero ahora, de repente, sólo se habla ya de refugiados que huyen por razones económicas y de un abuso desvergonzado del derecho de asilo…

No, señor Secretario de Estado, no hubo forma de calmar a la buena señora. Es decir, no estaba especialmente excitada, sino más bien de buen humor, pero continuamente ocupada, ya fuera ante la cocina con su puchero —«falda de cordero con verdura», según me dijo—, o colgada del teléfono. Además, continuamente llegaban visitantes, entre ellos médicos, para ofrecer sus servicios. Largas conversaciones sobre listas de espera, aptitud para vivir en países tropicales, vacunas y demás. Entremedias, siempre los tres niños. Como le decía, yo estaba de pie en la cocina. Quería marcharme, pero no me iba. No había donde sentarse. Varias veces, ella me pidió que revolviera la comida del puchero con una cuchara de madera, mientras hablaba por teléfono al lado, en el cuarto de estar. Cuando, finalmente, me acomodé sobre un cesto de colada, me senté sobre un pato de goma, un juguete de los niños que emitía horribles sonidos chirriantes, lo que provocaba las risas de todos. No, lejos de mí toda burla o, mucho menos, sarcasmo. A esa gente, señor Secretario de Estado, le gusta el caos. Los hace creativos, según me dijeron. En el presente caso tenemos que tratar con idealistas, a los que les importan un rábano los preceptos, normas, etcétera, existentes. Más bien están absolutamente convencidos, como esa buena mujer en su casa adosada, de que pueden mover el mundo. Pensé que era admirable en el fondo, aunque, en mi calidad de funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, no me gustaba aparecer como un desalmado, como alguien que tenía que decir siempre que no. No hay nada más molesto, desde luego, que tener que denegar ayuda.

Al despedirme, de una forma que me conmovió pero me abochornó también, uno de sus hijos, una niña, me regaló el pato de goma chirriante. Sabe nadar, me dijo.

Mi siglo
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