1902
Algo así se convertía en Lübeck en un pequeño acontecimiento: que el estudiante de bachillerato que había en mí se comprase, para los paseos hasta la Puerta del Molino o a lo largo de las orillas del Trave, su primer sombrero de paja. Nada de fieltro blando, nada de hongo: un sombrero de paja plano, jactancioso y amarillo caléndula que, recientemente de moda, se llamaba elegantemente canotier o, popularmente, «sierra circular». También las señoras llevaban sombreros de paja adornados con cintas, pero, a la vez y por mucho tiempo aún, se seguían oprimiendo en corsés de ballenas; sólo algunas se atrevían a mostrarse, por ejemplo ante el instituto Katharineum, siendo objeto de burla entre los del último curso, con vestidos innovadores que dejaban pasar el aire.
En aquella época habían cambiado muchas cosas. Por ejemplo, el Correo del Imperio puso en circulación sellos unificados, que mostraban una Germania de perfil, de peto metálico. Y como por todas partes se anunciaba el progreso, muchos portadores de sombreros de paja se mostraban curiosos ante los nuevos tiempos. Mi sombrero ha vivido bastante. Me lo eché hacia atrás cuando contemplé el primer zepelín. En el café Niederegger lo dejé junto a Los Buddenbrook, recién salidos de imprenta y sumamente provocadores para los bienpensantes. Luego, de estudiante, lo paseé por el parque zoológico de Hagenbeck, que acababa de inaugurarse, y vi, uniformemente cubierto, a monos y camellos en la zona cercada al aire libre, y cómo los camellos contemplaban con altivez y los monos codiciosamente mi sombrero de paja.
Intercambiado en la sala de esgrima, olvidado en el café Altespavillon. Algunos sombreros padecieron repetidas veces el sudor de los exámenes. Una y otra vez llegaba el momento de un nuevo sombrero de paja, que me quitaba ante las señoras con garbo, o sólo con indolencia. A veces me lo ladeaba, como lo llevaba Buster Keaton en las películas mudas, aunque a mí nada me ponía mortalmente triste, sino que cualquier ocasión me daba motivo para reír, de forma que en Göttingen, en donde dejé la Universidad tras el segundo examen, llevando gafas, me parecía más a Harold Lloyd, que en años posteriores colgó en lo alto de una torre, pataleando, de la aguja de un reloj, con sombrero de paja y cinematográficamente cómico.
Otra vez en Hamburgo, fui uno de los muchos hombres de sombrero de paja que se amontonaron en la inauguración del túnel del Elba. Desde la oficina comercial hasta los almacenes, desde el tribunal hasta el bufete, corríamos con nuestras «sierras circulares», agitándolas en el aire, cuando el mayor buque del mundo, la motonave Imperator, zarpó del puerto en su viaje inaugural.
Con frecuencia había oportunidad para agitar sombreros. Y luego, cuando, con una hija de pastor protestante del brazo, que luego se casó con un veterinario, paseaba por la orilla del Elba junto a Blankenese —no recuerdo ya si en primavera o en otoño—, una ráfaga se llevó mi ligera prenda de cabeza. Rodó, navegó. Corrí detrás del sombrero, en vano. Lo vi descender por el río, inconsolable, por mucho que Elisabeth, que durante algún tiempo fue mi amor, se preocupara de mí.
Sólo de estudiante en prácticas y luego de opositor me permití sombreros de paja de mejor calidad, de esos que llevaban estampada la marca del sombrerero en la banda interior. Siguieron estando de moda, hasta que muchos miles de hombres de sombrero de paja, en ciudades grandes y pequeñas —yo en Schwerin, junto a la Audiencia Territorial— nos reunimos en torno al gendarme respectivo, que una tarde de verano avanzado, en plena calle y en nombre de Su Majestad, nos anunció, leyendo, el estado de guerra. Muchos lanzaron entonces al aire sus «sierras circulares», se sintieron liberados de la aburrida vida civil y cambiaron voluntariamente —no pocos, de forma definitiva— sus sombreros de paja que relucían amarillos caléndula por unos yelmos gris campaña, llamados cascos puntiagudos.